EL FRAILE Y LA DEVOTA


El fraile retiró la capucha de su casulla y entonces ella pudo ver su rostro. Jamás había visto un hombre tan hermoso. No pudo evitar quedar perdidamente enamorada de él y, como no podía ser de otra forma, su devoción aumentó infinitamente, negando aquel otro sentimiento para desviarlo hacia un profundo sentimiento de fe.

Pero en sus sueños siempre pensaba en el fraile llegando a su celda por la noche, quitándose la casulla y descubriendo ante ella un irresistible cuerpo rebosante de pecado. Y, por más que intentaba evitar este pensamiento, al que cada vez añadía detalles que lo hacían más pecaminoso, su imaginación era tan poderosa que despreciaba sus peticiones. Un buen día se le ocurrió que quizá aquel incontrolable deseo se extinguiera si conseguía ver en la vida real, tal y como ocurría cada noche, las imágenes que su mente aderezaba con tanto gusto, pues puede que entonces viera un discípulo de Dios, un siervo de Él, con mayúsculas, y eso acrecentaría aún más la fe que sentía cuando lo miraba. La decisión estaba tomada, pero no sabía cómo lograr su propósito, pues la idea de explicárselo al fraile la hacía sentir tan agitada que ni siquiera se atrevía a continuar pensando en hacerlo y mucho menos aún ponerlo en práctica. Por ese motivo tuvo la idea del viaje a Roma. Se le ocurrió que le sería más sencillo, sabiendo cuál era la habitación del fraile, llamar en la noche y, una vez dentro, inventar cualquier excusa que su magnificada fe sin duda convertiría en revelación divina.

Tuvo suerte, pues el fraile fue uno de los primeros en sumarse a la iniciativa. Como se trataba de un viaje que cualquier católico deseaba hacer al menos una vez en la vida, pronto tuvieron un grupo lo suficientemente numeroso para buscar descuentos y ofertas que abarataran el proyecto.

Sin ánimo de aburrir a los lectores con los preparativos del viaje o el desplazamiento mismo, saltaré desde todos los días que transcurrieron en esas actividades hasta la noche en que Leonora, que así se llamaba la devota mujer, decidió entrar en la habitación de Manuel, el fraile. Únicamente aclararé que, para no tener que llamar a la puerta e importunarlo, esto es, para evitarse una explicación que no sabía si su fe, magnificada o no, podría inventar, le había quitado la llave de la habitación en un descuido durante el desayuno, segura de que en el hotel podrían encontrar una llave sustituta para ese día, puesto que al día siguiente ella, ya libre de aquel yugo emocional, la empujaría debajo de algún mueble e incluso fingiría encontrarla ganándose, además, el respeto de los empleados.

La noche llegó; sentada en un lado de la cama, con la luz apagada, las piernas juntas, el cuerpo en ángulo recto, la llave de la habitación en una mano sobre su falda y la otra sobre aquella, protegiendo su tesoro, parecía un maniquí, tan tiesa, con la mirada tan perdida, esperando a que todos, incluido su fraile, se hubieran dormido para merodear sin obstáculos. Se había puesto un traje precioso que había usado solo en otra ocasión, en una boda, con un pequeño sombrerito a juego que disimulaba su anhelante mirada bajo un vaporoso velo, y se había maquillado. Parecía ridículo, puesto que no esperaba que su fraile estuviera despierto y por lo tanto nadie iba a verla así vestida, pero había sentido la necesidad de vestirse para tan importante ocasión y, puesto que nada parecía tener explicación, ni siquiera se la buscó a esta excentricidad. Hacia las dos de la mañana el maniquí cobró vida. Se levantó silenciosamente y muy lentamente fue hasta la puerta, que entreabrió con sumo cuidado: no había nadie en aquel pasillo. Con la misma cautela, dirigió sus pasos hasta la escalera y bajó al piso inferior. Después, con el mismo extraordinario sigilo, llegó hasta la habitación del fraile, deslizando la llave que tenía en la mano tan suavemente que el vuelo de una mosca habría sonado más fuerte.

El fraile dormía sobre la cama. Nunca, ni en el más lujurioso de sus sueños, habría imaginado al fraile desnudo sobre el colchón, mostrando con insultante impudor un cuerpo absolutamente perfecto, tan perfecto como su rostro. Entonces Leonora se derrumbó y no supo cómo continuar pues, lejos de aumentar su fervor, sintió los calores subir por debajo de su vestido, esos mismos calores que sentía al despertar de sus fervorosos sueños. Extasiada y al mismo tiempo acorralada por su propio deseo, el calor era tan grande que sin querer, allí de pie, contemplando a su hermoso Manuel, se fue quitando la ropa con desprecio, como si la apartara de sí, como si le molestara, a zarpazos, hasta quedar completamente desnuda, allí, de pie junto a su hombre. Permaneció así un rato; parecía haber llamado al maniquí que antes había estado sentado en la cama esperando su momento, hasta que el fraile se movió y ella sintió que el corazón iba a saltar de su pecho para caer a los pies de su amado. Manuel se despertó, con esa enigmática sensación que dan las presencias, y la vio allí de pie, desnuda, con su gorrito sobre la cabeza y el velo cubriendo sus ojos, completamente paralizada. Entonces se levantó, fue hasta ella y con suavidad le quitó el sombrero y las trabas que sujetaban su cabello y después, rozando con una mano uno de sus pechos, la besó tiernamente en los labios.

Al año siguiente Manuel y Leonora tuvieron un hijo. Ya no volvieron a la iglesia, aunque a Leonora le habría gustado.

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