EL DULCE LITERARIO

Le gustaba tanto comer como escribir, de modo que, fundiendo todas sus pasiones en una, compró mil placas de pan de oblea, muy fino, y calentó chocolate hasta licuarlo. Después se sentó y comenzó a mojar la pluma en el chocolate para escribir sobre las placas de pan, poco a poco, durante meses, palabra a palabra, su primera novela.

Cuando terminó, mientras la leía, se la fue comiendo, uniendo así sus dos placeres en uno.

LA ANCIANITA

Todas las mañanas, al salir de casa, en el camino a pie hasta el autobús, en uno de los bancos de la calle, sentada, con los ojos cerrados como si durmiera, había una ancianita. Al principio la veía casi sin mirarla, solo pendiente de su camino hacia delante, embebida en sí misma, en sus asuntos. Un día cualquiera, por algún motivo –quizá aquel día había salido pronto de casa y caminaba más lentamente, quizá era un día sin preocupaciones que le permitía mirar a su alrededor, observar los árboles, las aceras, los papeles en el suelo, los pequeños baches de la calzada y hasta el aspecto de las personas con las que se iba cruzando por el camino–, se fijó en aquella anciana. Sonrió con ternura, la ternura que la propia ancianita le suscitaba allí sentada, semiencogida, con los ojos cerrados y la cabeza un tanto encorvada, pero sobre todo completamente inmóvil, rígida como un mueble, inerte como un cadáver; ni siquiera le temblaba una mano o una pierna con ese temblor anciano de la inseguridad de saber que el cuerpo ya no responde a nuestras órdenes con la misma intensidad con que estábamos habituados antaño, en la constantemente evocada juventud. Parecía estar rezando, pensando o, sencillamente, durmiendo.

Al día siguiente, y los días que siguieron a aquel, observó que la ancianita seguía allí; primero pensó que sería una costumbre adquirida, la rutina que salva nuestras vidas del caos, el siempre aconsejado ejercicio tan sano como necesario. Pero después comenzó a observarla con más detenimiento y se dio cuenta de que siempre llevaba la misma ropa y, más adelante, de que siempre estaba sentada en la misma postura. Por un momento pensó que quizá estaba muerta y nadie se había dado cuenta, pero cuando fue hacia atrás en su recuerdo comprendió que había pasado ya un mes desde la primera vez que la vio y ningún cadáver aguanta con tanta entereza el paso del tiempo. Extrañada, sorprendida, sintió el deseo de acercarse a ella, de preguntarle cualquier cosa, de conocerla. Y se prometió que al día siguiente se levantaría un poco más pronto para dejar un margen de tiempo hasta el autobús suficientemente grande como para permitirse saludarla y entablar con ella una pequeña conversación.

Cuando se levantó casi sentía un poco de ansiedad, imaginando las palabras que le diría aquella anciana. Bajó a la calle y la vio a lo lejos, con su misma postura, con su misma ropa, con su misma cabeza encorvada hacia delante, inmensa en su quietud. Se acercó hasta el banco y saludó: “Hola”, pero la mujer no pareció oírla. Entonces se agachó y le dijo un “Hola” interrogante, un “¿Hola?” que más que una invitación al diálogo era una súplica. La anciana continuó estática, sin hacer un solo gesto que indicara que se había dado por enterada. Entonces puso suavemente su mano sobre el brazo de ella, mientras decía: “¿Señora?”, pero nada ocurrió. Se acercó aún más; casi rozaba su nariz con el rostro de la anciana, cuando una mujer, saliendo de un quiosco situado apenas a cincuenta metros, se le acercó riendo.

–Oh, no se moleste –dijo entre risas–. Se trata de una escultura hiperrealista. La pusieron hace un par de meses y todo el mundo cree que es real. La verdad es que está muy bien hecha.

Entre sorprendida y decepcionada, se apartó de la anciana y la observó como alejándose, en esa postura con el cuerpo inclinado hacia atrás que ponemos cuando contemplamos una obra de arte.

–No puedo creerlo –dijo por fin.
–Supongo que el artista quería demostrar que una mujer puede morir en un banco de la calle sin que nadie se dé cuenta en bastante tiempo –aventuró la quiosquera.
–Es triste –respondió.

Hizo un gesto de despedida y echó a andar hasta la parada del autobús. Y a partir de entonces, al salir de casa por las mañanas, daba un rodeo, saliendo dos calles más abajo, para evitar encontrarse con ella.

ABSTRACTO

Lejos de allí, en el centro geográfico del cataclismo, apenas a unos kilómetros, o quizá a unos metros, a lo lejos sobresalía una enorme amalgama. La visión era impresionante, grandiosa, colorida y luminosa, como si se hubieran unido la furia del color y los salvajes rayos de luz estallando en un gran borbotón que lo envolvía todo. En aquella rebelión contra la realidad cotidiana, el sonido no parecía venir de ninguna parte y al mismo tiempo rellenaba el aire con su silbido. Un sonido abierto, en continua expansión, que abrazaba el entorno como si quisiera poner una dulce voz a aquella lluvia cromática. Podía uno acercarse o alejarse de aquel lugar tan acogedor como inhabitable sin sentir estar realizando ninguna de las dos acciones para sí, pues el “dónde” se había quedado, como el “qué” o el “cuándo”, abandonado en otro lugar, en otro momento, postergado, retrasado, rescindido a un espacio de tiempo indeterminado. Todo aquello no era nada y al mismo tiempo era un todo; un todo, quizá, un tanto anonadado. Era absurdo y hermoso, intenso y apagado, estimulante y adormecedor. Pero era, estaba allí, existía y, sin embargo y sobre todo, era etéreo.

EL MERCADER DE TRANQUILIDAD

En la plaza central de aquella diminuta aldea se había instalado una pequeña feria ambulante. Diversas y habituales atracciones: las casetas de tiro, la pesca de patos de goma, el tren de la bruja, la casa del terror, la maza o el “punching ball” se mezclaban con los puestos de comida. Habitantes de los alrededores acudían una vez al año y se paseaban por las calles, que por una semana dejaban de ser calles solitarias y se llenaban de gritos, empujones, algunas discusiones, carreras, carcajadas, abrazos y besos entre rincones.

Un hombre sombrío, vestido con un largo abrigo gris y un sombrero bien calado que, junto al cuello subido de su jersey, le tapaba completamente el rostro, llegó con una mesa y silla plegables, las abrió y las colocó junto al puesto de algodón dulce. Se sentó en la silla, con la mesa ante él, y de uno de los bolsillos de su abrigo sacó un cartel metálico en el que se leía: “VENDO TRANQUILIDAD” y debajo, escrito con un rotulador: “HOY 2 HORAS GRATUITAS DE PRUEBA”.

–Qué absurdo proceder –le dijo de pronto un anciano que, frente a él, apoyado en una de las máquinas del gancho, lo observaba–. Aquí nadie necesita tranquilidad, está usted en el sitio equivocado. ¿No ve que la gente ni siquiera se para a leer su letrero? Y los únicos que lo leemos somos los que ya estamos tranquilos –sentenció.

–Tiene usted razón –respondió el mercader, permaneciendo sentado en la mesa como si lo que acababa de oír no le afectara en lo más mínimo.

El anciano continuó apoyado en la máquina contemplando como la gente pasaba de largo ante el mercader. Pasaron unas dos horas. Absorto, el anciano no se había dado cuenta de que en la feria, a pesar de que continuaba estando llena de gente, reinaba un hermoso silencio en el que se escuchaban apenas suaves conversaciones, casi como un arrullo. Las bocinas de los coches de choque habían dejado de sonar. Los micrófonos de las tómbolas yacían abandonados sobre los mostradores. Las personas sonreían y paseaban en actitud serena y en el aire se respiraba una sorprendente quietud. El anciano se incorporó y se acercó hasta el mercader.

–¿Ha sido usted? –le preguntó.
–¿He sido yo qué? –respondió, falsamente extrañado, el mercader.
–Esta tranquilidad –continuó el anciano–. Usted la ha traído aquí.

Tal y como lo acababa de pronunciar sonaba como una acusación. Entonces el mercader se levantó de la silla, la plegó, después hizo lo propio con la mesa, se colocó ambos aparejos bajo un brazo y echó a andar. El anciano contemplaba la escena sin hablar; no tenía nada que decir, se sentía tranquilo y no necesitaba hablar más. El mercader se fue alejando lentamente. Cuando ya solo quedaba de él un punto negro a lo lejos, sonó la bocina de un claxon y el bullicio volvió a hervir de nuevo.