EL DULCE LITERARIO

Le gustaba tanto comer como escribir, de modo que, fundiendo todas sus pasiones en una, compró mil placas de pan de oblea, muy fino, y calentó chocolate hasta licuarlo. Después se sentó y comenzó a mojar la pluma en el chocolate para escribir sobre las placas de pan, poco a poco, durante meses, palabra a palabra, su primera novela.

Cuando terminó, mientras la leía, se la fue comiendo, uniendo así sus dos placeres en uno.

LA ANCIANITA

Todas las mañanas, al salir de casa, en el camino a pie hasta el autobús, en uno de los bancos de la calle, sentada, con los ojos cerrados como si durmiera, había una ancianita. Al principio la veía casi sin mirarla, solo pendiente de su camino hacia delante, embebida en sí misma, en sus asuntos. Un día cualquiera, por algún motivo –quizá aquel día había salido pronto de casa y caminaba más lentamente, quizá era un día sin preocupaciones que le permitía mirar a su alrededor, observar los árboles, las aceras, los papeles en el suelo, los pequeños baches de la calzada y hasta el aspecto de las personas con las que se iba cruzando por el camino–, se fijó en aquella anciana. Sonrió con ternura, la ternura que la propia ancianita le suscitaba allí sentada, semiencogida, con los ojos cerrados y la cabeza un tanto encorvada, pero sobre todo completamente inmóvil, rígida como un mueble, inerte como un cadáver; ni siquiera le temblaba una mano o una pierna con ese temblor anciano de la inseguridad de saber que el cuerpo ya no responde a nuestras órdenes con la misma intensidad con que estábamos habituados antaño, en la constantemente evocada juventud. Parecía estar rezando, pensando o, sencillamente, durmiendo.

Al día siguiente, y los días que siguieron a aquel, observó que la ancianita seguía allí; primero pensó que sería una costumbre adquirida, la rutina que salva nuestras vidas del caos, el siempre aconsejado ejercicio tan sano como necesario. Pero después comenzó a observarla con más detenimiento y se dio cuenta de que siempre llevaba la misma ropa y, más adelante, de que siempre estaba sentada en la misma postura. Por un momento pensó que quizá estaba muerta y nadie se había dado cuenta, pero cuando fue hacia atrás en su recuerdo comprendió que había pasado ya un mes desde la primera vez que la vio y ningún cadáver aguanta con tanta entereza el paso del tiempo. Extrañada, sorprendida, sintió el deseo de acercarse a ella, de preguntarle cualquier cosa, de conocerla. Y se prometió que al día siguiente se levantaría un poco más pronto para dejar un margen de tiempo hasta el autobús suficientemente grande como para permitirse saludarla y entablar con ella una pequeña conversación.

Cuando se levantó casi sentía un poco de ansiedad, imaginando las palabras que le diría aquella anciana. Bajó a la calle y la vio a lo lejos, con su misma postura, con su misma ropa, con su misma cabeza encorvada hacia delante, inmensa en su quietud. Se acercó hasta el banco y saludó: “Hola”, pero la mujer no pareció oírla. Entonces se agachó y le dijo un “Hola” interrogante, un “¿Hola?” que más que una invitación al diálogo era una súplica. La anciana continuó estática, sin hacer un solo gesto que indicara que se había dado por enterada. Entonces puso suavemente su mano sobre el brazo de ella, mientras decía: “¿Señora?”, pero nada ocurrió. Se acercó aún más; casi rozaba su nariz con el rostro de la anciana, cuando una mujer, saliendo de un quiosco situado apenas a cincuenta metros, se le acercó riendo.

–Oh, no se moleste –dijo entre risas–. Se trata de una escultura hiperrealista. La pusieron hace un par de meses y todo el mundo cree que es real. La verdad es que está muy bien hecha.

Entre sorprendida y decepcionada, se apartó de la anciana y la observó como alejándose, en esa postura con el cuerpo inclinado hacia atrás que ponemos cuando contemplamos una obra de arte.

–No puedo creerlo –dijo por fin.
–Supongo que el artista quería demostrar que una mujer puede morir en un banco de la calle sin que nadie se dé cuenta en bastante tiempo –aventuró la quiosquera.
–Es triste –respondió.

Hizo un gesto de despedida y echó a andar hasta la parada del autobús. Y a partir de entonces, al salir de casa por las mañanas, daba un rodeo, saliendo dos calles más abajo, para evitar encontrarse con ella.

ABSTRACTO

Lejos de allí, en el centro geográfico del cataclismo, apenas a unos kilómetros, o quizá a unos metros, a lo lejos sobresalía una enorme amalgama. La visión era impresionante, grandiosa, colorida y luminosa, como si se hubieran unido la furia del color y los salvajes rayos de luz estallando en un gran borbotón que lo envolvía todo. En aquella rebelión contra la realidad cotidiana, el sonido no parecía venir de ninguna parte y al mismo tiempo rellenaba el aire con su silbido. Un sonido abierto, en continua expansión, que abrazaba el entorno como si quisiera poner una dulce voz a aquella lluvia cromática. Podía uno acercarse o alejarse de aquel lugar tan acogedor como inhabitable sin sentir estar realizando ninguna de las dos acciones para sí, pues el “dónde” se había quedado, como el “qué” o el “cuándo”, abandonado en otro lugar, en otro momento, postergado, retrasado, rescindido a un espacio de tiempo indeterminado. Todo aquello no era nada y al mismo tiempo era un todo; un todo, quizá, un tanto anonadado. Era absurdo y hermoso, intenso y apagado, estimulante y adormecedor. Pero era, estaba allí, existía y, sin embargo y sobre todo, era etéreo.

EL MERCADER DE TRANQUILIDAD

En la plaza central de aquella diminuta aldea se había instalado una pequeña feria ambulante. Diversas y habituales atracciones: las casetas de tiro, la pesca de patos de goma, el tren de la bruja, la casa del terror, la maza o el “punching ball” se mezclaban con los puestos de comida. Habitantes de los alrededores acudían una vez al año y se paseaban por las calles, que por una semana dejaban de ser calles solitarias y se llenaban de gritos, empujones, algunas discusiones, carreras, carcajadas, abrazos y besos entre rincones.

Un hombre sombrío, vestido con un largo abrigo gris y un sombrero bien calado que, junto al cuello subido de su jersey, le tapaba completamente el rostro, llegó con una mesa y silla plegables, las abrió y las colocó junto al puesto de algodón dulce. Se sentó en la silla, con la mesa ante él, y de uno de los bolsillos de su abrigo sacó un cartel metálico en el que se leía: “VENDO TRANQUILIDAD” y debajo, escrito con un rotulador: “HOY 2 HORAS GRATUITAS DE PRUEBA”.

–Qué absurdo proceder –le dijo de pronto un anciano que, frente a él, apoyado en una de las máquinas del gancho, lo observaba–. Aquí nadie necesita tranquilidad, está usted en el sitio equivocado. ¿No ve que la gente ni siquiera se para a leer su letrero? Y los únicos que lo leemos somos los que ya estamos tranquilos –sentenció.

–Tiene usted razón –respondió el mercader, permaneciendo sentado en la mesa como si lo que acababa de oír no le afectara en lo más mínimo.

El anciano continuó apoyado en la máquina contemplando como la gente pasaba de largo ante el mercader. Pasaron unas dos horas. Absorto, el anciano no se había dado cuenta de que en la feria, a pesar de que continuaba estando llena de gente, reinaba un hermoso silencio en el que se escuchaban apenas suaves conversaciones, casi como un arrullo. Las bocinas de los coches de choque habían dejado de sonar. Los micrófonos de las tómbolas yacían abandonados sobre los mostradores. Las personas sonreían y paseaban en actitud serena y en el aire se respiraba una sorprendente quietud. El anciano se incorporó y se acercó hasta el mercader.

–¿Ha sido usted? –le preguntó.
–¿He sido yo qué? –respondió, falsamente extrañado, el mercader.
–Esta tranquilidad –continuó el anciano–. Usted la ha traído aquí.

Tal y como lo acababa de pronunciar sonaba como una acusación. Entonces el mercader se levantó de la silla, la plegó, después hizo lo propio con la mesa, se colocó ambos aparejos bajo un brazo y echó a andar. El anciano contemplaba la escena sin hablar; no tenía nada que decir, se sentía tranquilo y no necesitaba hablar más. El mercader se fue alejando lentamente. Cuando ya solo quedaba de él un punto negro a lo lejos, sonó la bocina de un claxon y el bullicio volvió a hervir de nuevo.

EL ÚLTIMO FRANKENSTEIN

Al poco de empezar a salir, un día fui a besarte el cuello y vi la cicatriz. Rodeaba todo tu cuello, fina, perfecta, delimitándolo como si alguien te hubiese cortado la cabeza e inmediatamente te la hubiera vuelto a unir. Apartándome hacia atrás para encontrar tus ojos, te pregunté: “¿qué te pasó?”, siguiendo suavemente con el dedo la línea de la cicatriz alrededor del cuello. “Nada”, me dijiste, y tu respuesta, fría y seca, me perturbó.

Nunca querías hacer el amor en la cama, como todo el mundo. Llevábamos ya tres meses juntos y nunca te había visto desnudo. Entonces empecé a obsesionarme con esta peculiaridad y cada vez que empezábamos a besarnos y nos dejábamos llevar, con ese ímpetu que siempre nos envolvía, intentaba entre besos abrirte la camisa o bajarte los pantalones, pero siempre me sujetabas las manos, las empujabas hacia atrás, me aprisionabas y, sin dejarme apenas reaccionar, me penetrabas, y aquello, para qué negarlo, me excitaba mucho. Pero después del orgasmo me tumbaba y volvía a mis pensamientos, volvía a no entender a qué podía deberse aquel misterio; tu apariencia era buena: eras de espalda ancha y cintura estrecha, no estabas demasiado delgado ni demasiado gordo, tampoco se apreciaban las desproporciones propias del paso del tiempo: no tenías barriga, no parecías estar blando, sino fuerte y musculoso. No se adivinaba bajo tu ropa ningún defecto que te impidiese desnudarte y exhibir tu cuerpo. Yo no me atrevía a decirte nada, porque pensaba que tenías que tener algo que te torturara mostrar, alguna quemadura, alguna mancha de nacimiento, algún exceso de vello escondido, qué sé yo; barajando todas las posibilidades me incliné, finalmente, por alguna enfermedad dermatológica como el vitíligo, la urticaria o la psoriasis. Y para distender un poco y soltar tu silencio comencé a hablar de las enfermedades de la piel con despreocupación, como si me importaran un bledo, con la esperanza de que te animaras a confesarme tu secreto.

No supe si era la necesidad que provoca el amor de ser sincero, de confiar en el otro, o en realidad que tanta insistencia acabó por hacerte consciente de que había que dar un paso hacia alguna parte y resolver el enigma, pero aquel día, con un gesto extraño, entre distante y preocupado, me dijiste que ibas a quedarte a dormir como si confesaras haber cometido un asesinato. Cuando entramos en el dormitorio apagaste corriendo la luz que yo acababa de encender y, a oscuras, mientras nuestras pupilas se adaptaban buscando, entre el negro, algún claroscuro, comenzaste a quitarme la ropa y colocándome las manos en tu camisa me invitaste a desnudarte. De repente me puse muy nerviosa; mis manos temblaron como si fuera la primera vez al desabrocharte los botones y, en la penumbra, mientras te bajaba los pantalones, busqué en tu cuerpo sombras que marcaran las manchas de tu piel sin encontrarlas, antes bien todo tu cuerpo se entreveía tan hermoso que me enamoró pensar que lo habías estado escondiendo para que tu atractivo externo no bloqueara el que había, sin duda, en tu interior.

La pasión de poder tocarnos por todas partes llenó toda la habitación de ternura. Fue como si todo el cuerpo llegara al éxtasis: cada poro, cada parte, cada rincón de la piel sintió la llegada del final como si estallara hacia dentro, apagándose lentamente, como se apaga el amor: con una llama encendida. “Tengo algo que decirte”, pronunciaste, casi en un susurro, de pronto. Pero, en vez de hablar, alargaste el brazo hasta la lámpara y pulsaste el interruptor. Mis ojos, al contemplar cada cicatriz, primero la del cuello, ya conocida, pero luego las de los brazos, las muñecas, el pecho, la cintura, el pene, las piernas y los pies, y al ver los cambios en el tono de la piel de cada miembro, de cada parte, se fueron abriendo, con mi boca, hasta desencajarse, y el pánico me inundó, impidiéndome emitir, no solo sonidos, sino el más mínimo razonamiento que me ayudara a racionalizar lo que estaba viendo. “Sí, soy yo, soy lo que estás viendo y lo que imaginas. No soy nadie y soy muchas personas al mismo tiempo, pero sobre todo soy otro, soy la respuesta a la pregunta de otro, soy lo que otro ha decidido hacer de mí. Soy el horror con que me miras, el horror con que me mira cualquiera que vea lo que soy; soy la desgracia más completa, el desprecio más grande por lo que más se admira: la vida. Soy el monstruo resultante del maldito sexto experimento. Soy el último Frankenstein”, dijiste, y rompiste a llorar un momento antes de agarrarme del cuello y apretarlo fuertemente hasta hacer desaparecer mi gesto de pavor para siempre del único modo posible.

EL SABIO ACORRALADO

Cuentan de un sabio que acostumbraba a rodearse de adeptos sedientos de consejo. Cada día se sentaba en la fuente de la plaza mayor y sus adeptos lo rodeaban esperando descubrir, en alguna de sus sabias frases, el secreto de sus anhelos. Como buen sabio, cada día había de dar a sus discípulos un consejo nuevo tan válido como el del día anterior, manteniendo de este modo su buenísima reputación. Al principio todo fue sencillo, pues antes de ser sabio había sido filósofo, y antes de ello aprendiz, y antes aún joven inquieto y afanoso. Por lo tanto, en su mente refulgían tantas ideas profundas sobre las que basar sus sabios consejos que no tuvo ninguna dificultad en ganarse el cariño y la admiración de sus seguidores.

Pero un día el sabio se levantó y no supo qué iba a decir cuando llegara a la plaza. Se sentó en su diván, preocupado, y reflexionó acerca de lo que iba a decir, pero no se le ocurría nada. De pronto recordó una frase de Cleóbulo de Lindos, uno de los siete sabios de Grecia, que decía: “Si eres rico no seas orgulloso y si eres pobre no seas humilde” y se dio cuenta de que la frase encerraba una máxima mayor, que es la invitación a la moderación. De este modo, podría construir cualquier frase consistente en aconsejar a cualquier persona, según su oficio, su constitución o su carácter, no exagerar su característica principal, y siguiendo esa fórmula podría dar consejos indefinidamente, de tal modo que pudiera decir, por ejemplo: “si eres fuerte no luches”, o “si eres hermosa no te maquilles”, o “si eres desgraciado no llores”, y siempre el resultado sería aceptado y aun admirado por el auditorio. Fue como descubrir su filón de oro.

Y así vivió durante años teniendo siempre una frase para sus adeptos que los iluminase en el camino de la moderación, aumentando tanto el número de admiradores como su fama de gran hombre.

Un día, sentado en la plaza, rodeado de sus oyentes, dijo: “si eres bueno, no concedas”; todos asentían cuando un hombre enjuto, sin apenas cabello sobre su cabeza, mal vestido y peor aún aseado, se levantó y dijo: “Y si eres sabio, no aconsejes”.

Y aquí termina esta historia.

LOS CIEN AUGURIOS

Previó que llovería incesantemente durante cuarenta días con sus cuarenta noches; anunció las diez plagas de Egipto; identificó a los siete sabios de Grecia; vaticinó la construcción de las siete maravillas del mundo; reconoció a los cuatro jinetes del Apocalipsis; predijo, uno a uno, los once asesinatos de Jack el Destripador; nombró a los doce del patíbulo; advirtió de los ocho matrimonios de Elizabeth Taylor y, finalmente, un minuto antes de morir, supo que estaba a punto de ocurrir y aún tuvo tiempo de augurar su propia muerte.

EL OPONENTE

Paseaba por el parque cuando sintió haber dado una patada a algo. Miró hacia abajo esperando encontrar una piedrecilla, algún trozo de corteza, el corazón de una manzana, una bola de papel o cualquier otro desperdicio de los que los paseantes inciviles tiraban al suelo presuponiendo la existencia de un barrendero agradecido por el noble gesto de ayudarle a conservar su puesto de trabajo. Se trataba de una torre de ajedrez. Se agachó a recogerla: era una torre blanca de piedra tallada muy bonita. Instintivamente miró a su alrededor y un poco más hacia el oeste vio otra pieza –esta vez un alfil– que se acercó a recoger. Mientras se agachaba a recoger el alfil, un poco más allá, asomaba entre la hierba la cabeza del caballo.

Como si del tercer hermano de Hansel y Gretel se tratara, fue recogiendo sus petrificadas migas de pan, una a una, hasta que el camino de piezas le llevó a un apartadero del parque en el que se abría en círculo un espacio de arena con varias mesas de ajedrez. Sentado en una de ellas, junto al último peón blanco, un hombre de apariencia melancólica lo esperaba, con sus piezas negras colocadas frente a sí, para sonreírle y decirle: “¿juegas?”.

EL VUELCO

El doctor leía una revista despreocupadamente cuando entró aquella señora. Iba acelerada, sudorosa y despeinada, pero al mismo tiempo tenía un destello de calma en su mirada, sus ropas estaban perfectamente planchadas y lucía muy elegante. Se sentó, desplomándose, pero no, se levantó como si la silla quemara y comenzó a pasear por la habitación. El doctor, tras observarla intentando encontrar su oportunidad para siquiera saludar, esperó un poco más y apenas pronunció un “buenos” cuando ella ya le había interrumpido.

–Ayúdeme, doctor, no puedo soportarlo más –dijo, volviendo a desplomarse sobre la silla y volviendo a levantarse de nuevo para pasear por la habitación.
–Cálmese, señora, así no puedo hacer un análisis –respondió el doctor. De pronto, como imbuida por sus palabras, la mujer se calmó y se sentó, esta vez despacio, como posándose sobre la silla.

El doctor dejó pasar unos momentos de silencio ante él, disfrutándolos, procurando alojarlos en su memoria por si pudiera necesitarlos en previsión de un posible nuevo ataque de agitación.

–Cuénteme qué le ocurre –dijo.
–Ahora mismo nada –respondió, ante la mirada atónita del doctor–. Quiero decir que sufro episodios pero en este momento estoy bien.
–¿Qué tipo de episodios?
–Son episodios extraños. Es algo que no puedo explicar, como si me invadiera un yo contrario a mí que hiciera y pensara al revés que yo. Mi yo contrario choca con mi yo ordinario y eso me crea un estado de agitación que al mismo tiempo me ayuda a tranquilizarme.
–¿En qué consisten los episodios? Me refiero a cómo nota usted que se producen. ¿Le duele la cabeza, le sube un sudor desde el pecho, sufre algún tipo de picores?
–Oh, no, doctor. Sé que va a ocurrir porque es cuando más convencida estoy de que no ocurrirá. De hecho es posible que ahora… Áste ay –dijo finalmente, mientras se levantaba de un sobresalto.

El doctor, tras escuchar ese “áste ay”, permaneció un instante pensativo. La mujer había comenzado ya a pasearse por la habitación. Entonces el doctor abrió un cajón del que extrajo un espejo de tocador y se lo tendió a la mujer quien, al acercárselo, se calmó por completo y pudo volver a sentarse.

–¡Vaya, muchas gracias, doctor! ¡Gracias! –dijo, sentándose de nuevo en la silla con delicadeza–. Qué tontería esto del espejo, parece mentira pero se me ha quitado por completo. ¿Cómo…?
–Señora, lo que tiene usted se llama palindromosis. Por algún motivo, algún movimiento brusco, algún momento impetuoso que la haya alterado de modo repentino o algún tipo de sacudida, su cerebro se ha dado la vuelta dentro del cráneo y ahora tiene dificultades para adaptarse a su nueva posición. Por ese motivo a veces se comporta al contrario de lo que se espera de él. La única solución es mirarse en un espejo. De este modo su cerebro, al ver las cosas al revés, las percibirá correctamente y volverá a la normalidad.
–¿Y no podría solucionarse con otro movimiento brusco que vuelva a situar mi cerebro en la posición correcta? –respondió, ruborizándose.

El doctor la miró y sonrió con picardía. Ella lo miró a él con esa misma sonrisa, aún con el rubor en sus mejillas. Entonces se levantó, sin soltar el espejo, y comenzó a quitarse la ropa. El doctor se acercó hasta la puerta para echar el cerrojo.

EL DESUELLO

Era la primera vez que papá cazaba algo. Hasta entonces había salido muchas veces, pero nunca traía nada. En alguna ocasión le escuchamos discutir con mamá, que dudaba de que realmente fuera a cazar y le acusaba de tener una amante. Aquel día entró en casa sonriente, triunfante, con las botas llenas de barro y la escopeta colgada al hombro derecho como se cuelgan el bolso las señoras. En el otro hombro llevaba un morral del que colgaba, atado a una cuerda por las patas traseras, un conejo muerto. Todos lo rodeamos alborotados, sin atrevernos a tocarlo. Manuelillo acercó un tímido dedo al conejo y apenas lo rozó, retirándolo como si hubiera tocado un cable electrificado a miles de vatios. Maripí y Ester estaban un poco asustadas, lo cual aprovechó Paco para acercarse y empezar a menear al animal como si estuviera resucitando, a la vez que, cerrando la boca para imitar una voz grave, decía: “os voy a matar a todos, por malos” y las niñas huían. Mamá entró entonces secándose las manos, porque mamá siempre estaba secándose las manos, y miró a mi padre. Su primera reacción fue sonreír con esa sonrisa embobada de los enamorados; imagino que al ver la carga dio por refutada su teoría de la amante escondida. Después se acercó al morral, desató con habilidad el nudo que ataba las patas del animal y lo agarró con una mano para llevarlo a la cocina. “Hoy comemos conejo, niños”, dijo mientras desaparecía tras la puerta. Todos nos miramos y Paco dio el primer paso detrás de mamá, pero papá se puso delante de la puerta y nos dijo que aquello era mejor no verlo. Cualquier adulto debería saber que decir a un niño que hay algo que no debe ver le incita a buscar la forma de comprobar si eso es o no cierto, de modo que Paco y yo salimos al patio, seguidos por Manuelillo y las chicas, hasta la ventana de la cocina. Fuimos a buscar unas piedras para subirnos y alcanzar a ver desde fuera lo que mamá hacía con el conejo. Cuando colocamos las piedras y nos subimos, agarrándonos al alféizar, llegamos justo en el momento en que mamá, que le había quitado ya la piel de las patas traseras, agarraba esa piel y tiraba bruscamente, con una fuerza desconocida para nosotros, hasta la cabeza, arrancándole la piel al pobre animal y dejándolo tal y como tantas veces lo habíamos visto vender en el mercado de San Nicolás.

Bajamos rápidamente de las piedras y nos sentamos en el suelo. Nadie dijo una palabra; supongo que además de intentar reponernos estábamos fabricando mentalmente una nueva versión de nuestra madre. Ya era demasiado tarde para darle la razón a papá, pensé, y supe que siempre retendría aquella terrible imagen en mi memoria.

CRIANDO MALVAS

Dicen que hubo una vez un hombre, hace mucho tiempo, en un lugar remoto, que en una época de penurias se alimentó de las malvas que crecían salvajes en un campo que había cerca de su vieja cabaña. Cuando murió, fue su deseo ser enterrado en aquel campo de malvas, para agradecerles, siendo él su alimento, el favor que ellas le habían hecho alimentándolo a él.

CONFESIONES DE UN MUERTO RECIENTE

La muerte es blanda. Ahora lo sé porque he muerto hace diez minutos y he podido comprobarlo yo mismo. Es lo único que solo puede comprobar uno mismo, supongo; volver a la vida no sirve de nada porque los médicos y otros científicos interpretarán los hechos como impulsos eléctricos post mórtem o momentos infinitesimales anteriores al despertar en los que ya estamos vivos pero creemos estar aún muertos y eso nos hace confundir la vida con la muerte. Puede que todo eso sea cierto, por otra parte. Porque yo estoy muerto y ahora lo sé, ahora estoy completamente seguro de mi muerte y de que esto que estoy contando será interpretado como el desperdicio imaginativo de otro antes que como mi propio ser invadiendo la mente de ese otro para dictarle las palabras que lo expliquen todo.

Pero a lo que iba: la muerte es blanda. No es una blandura como la de una magdalena, o la de una esponja, o la de un almohadón; no se parece a nada que haya tocado antes, pero es blanda. Es blanda porque se amolda y se escapa, porque resbala y cambia de forma y tamaño con solo apretarla un poco, porque se encoge y aplasta con facilidad, pero su blandura no es táctil, sino metafísica; yo diría que es una blandura absoluta.

Por fuera la rigidez es indiscutible, aunque por fuera todo es discutible, hasta mi propia rigidez, que comparada con la de una viga de acero me convierte en la babosa de la rigidez; pero por dentro todo es blando, se estruja, se deja caer y luego se alza, se mueve sin rumbo, como los niños en los castillos inflables.

Hace diez minutos que he muerto y ahora estoy aquí, inmerso en esta blandura. Nadie parece dispuesto a indicarme cuál será el último paso. Y, sea cual sea, no me siento preparado para darlo. Quizá sea mejor volver, se me ocurre de pronto, y como si alguien hubiera escuchado mis pensamientos desde algún lugar aún más blando que mi propia muerte, comienzo a oír cómo se interrumpe el hasta ahora constante pitido de mi monitor cardiaco y me doy cuenta de que acabo de regresar. Y sé que nadie va a creerme.

EL APAGÓN

Cuando era niño hubo un apagón en el edificio. Mamá y yo estábamos en el salón viendo la televisión. Yo me había tumbado apoyando la cabeza sobre sus piernas y jugaba al escondite con la vigilia y el sueño, abriendo los ojos de vez en cuando para intentar retomar el argumento de la película sin conseguirlo. Cuando se fue la luz, mi madre me agarró de la cabeza y la apartó para levantarse. “Voy a por velas”, me dijo. Yo pensé, probablemente influido por la película: “ahora todos moriremos”. Mamá tardaba mucho, pero afortunadamente hacía mucho ruido, de modo que en todo momento yo sabía dónde estaba y en qué mueble estaba buscando y eso me ayudaba a permanecer tranquilo durante la espera.

Tumbado boca arriba, sentía como si mi cabeza se hubiese caído hacia atrás, al faltarme las piernas de mi madre. Intenté adaptar la vista a la oscuridad, reconocer todo lo que me rodeaba únicamente por la forma de su sombra. Fui repasando el negro trapecio que formaba la lámpara, la rectangular librería, la redonda mesa, las sobresalientes sillas, el aovado televisor. Cada forma me devolvía el recuerdo del objeto iluminado. Al llegar hasta la puerta del pasillo de entrada pude ver una sombra cuya forma reconocí al instante. Era una figura humana. Llevaba un sombrero y un abrigo. Estaba allí de pie, silencioso, apoyado en la puerta. Aunque no se veía la sombra de sus ojos yo sabía que me estaba mirando. No me moví. Continué esperando a mamá como si en aquel lugar no hubiera más sombra que la de la propia puerta entreabierta. De la sombra se levantó una mano hacia la cabeza y saludó, tocando con dos dedos juntos el ala del sombrero. Yo también toqué mi cabeza con dos dedos, imitando su despedida. Entonces se marchó y al momento volvió la luz y mamá dejó de buscar las velas.

Así era papá.

EL EFEBO

Paseando ante las estatuas llega hasta la de un efebo. Se acerca, lo mira bien, casi lo examina, le acerca los dedos como si lo acariciara, sin tocarlo. Después gira la cabeza a los lados esperando no encontrar ningún vigilante y finalmente lo besa en la boca. Su beso es largo, cálido y blando, pero el efebo permanece inmóvil; sus labios son fríos y su mirada indiferente.

–Amor mío, no quisiera tener que culpar al mármol de tu desgana; bésame con más ardor, dame todo tu ser, arde por dentro como arde mi alma al verte. Bésame como si fueras a despertar, como si dentro de ti descansara el corazón de un ser humano –dice en voz alta. Y lo besa de nuevo. El vigilante entra y la encuentra agarrada a la estatua del efebo, fundiendo sus labios con los labios de mármol y acariciando sus marmóreas orejas con sus delicadas manos. El vigilante sabe que debe apartarla de ahí, pero no se siente capaz. Prefiere salir a buscar ayuda pues prevé una escena de agitación, gritos y camisa de fuerza.

Cuando vuelve la mujer aún sigue besando al efebo. Dos guardias lo acompañan. Sin decir ni una sola palabra agarran a la mujer por los brazos y la levantan, apartándola del efebo lentamente hasta quedar solo sus labios unidos a los de él y dar el último tirón. Ella cierra los ojos, agacha la cabeza y se deja arrastrar, sin hablar, por los guardias. El vigilante la ve alejarse y respira aliviado.

Al volverse a mirar al efebo arquea las cejas, sorprendido. ¿Sonreía antes esta estatua? Corre hasta su puesto y abre el catálogo nervioso. Sí, sonreía levemente, tan levemente como ahora continúa sonriendo. Y le angustia el hecho de haber creído posible por un momento que un efebo de mármol sonría después de un apasionado beso.

LA SECTA

Al examinar bien a la niña descubrieron que en la espalda tenía grabadas a fuego unas extrañas señales. Aún no habían curado; quedaban costras y en algunas zonas las heridas estaban aún blandas y serosas. Parecían símbolos de un alfabeto desconocido, de modo que consultaron los libros de Alfabética, los silabarios, idearios e ideogramas, los grafemas, los hanzi, hanja, kanji, los hiragana, los katakana, las tipologías y los símbolos internacionales, los alfabetos bengalíes, los guyaratíes, el Kannada, el Malayalam y el gurmukhi, los caracteres, en definitiva, indios, tibetanos, coreanos, árabes, cirílicos, georgianos y glagolíticos, los alfabetos rúnicos y hasta los cherokees. No encontraron ningún símbolo similar a aquellas dos marcas en la espalda. Entonces consultaron los libros de las distintas ganaderías y escudos de las familias de aquella zona y fueron ampliándola hacia otras zonas cercanas hasta el agotamiento.

Finalmente decidieron emprender su investigación por otros caminos y se centraron más en el entorno de la niña: la familia, las amistades, los lugares que frecuentaba y otras habituales líneas de investigación. Nada.

Perdida la esperanza de hallar al culpable, el comisario abrió una caja para guardar toda la documentación relativa al secuestro y comenzó a colocar los papeles. Agarró la carpeta con las fotografías y, al meterla dentro de la caja, se cayó una de las fotos sobre la mesa. Era una foto del dormitorio de la pequeña Lizzy. En la librería había tres libros de cuentos: uno de ellos tenía dibujados en el lomo aquellos malditos símbolos.

El comisario agarró la fotografía y salió deprisa hacia la casa. Llamó a la puerta; no había nadie. Ahí estaba el dilema: ¿debía esperar o buscar una forma de abrir la puerta y entrar sin permiso? Se debatía entre las dos posibilidades cuando vio una sombra pasar ante el agujerito de la mirilla. Llamó a la puerta incesantemente, pero aquella sombra no parecía querer abrirle. Sin pensar, tomó impulso y dio una patada en la puerta con todas sus fuerzas. La puerta se abrió. Entró con el revólver en la mano, girándose bruscamente a ambos lados para no ser sorprendido. Escuchó un ruido a su derecha y entró por el pasillo. En ese momento se dio cuenta de que debía haber avisado pidiendo refuerzos.

Al final del pasillo estaba el cuarto de Lizzy. Dentro, los padres de la pequeña Lizzy, su tía Marjorie y cuatro desconocidos rodeaban un círculo delimitado en el suelo por una especie de alfombra tejida en círculos concéntricos de infinitos colores. La madre de Lizzy le sonrió sin hablar. El comisario entró; instintivamente se le ocurrió mirar hacia la estantería que había visto en la fotografía para comprobar si aquel libro estaba allí. Justo antes de ver que no estaba escuchó tras su cogote: “lo siento, señor comisario” y un golpe en su cabeza le robó el conocimiento.

Cuando despertó estaba sentado sobre sus pies, con la cara contra sus rodillas, mostrando su espalda desnuda, en el centro de aquella extraña alfombra. Cuando fue a moverse descubrió que estaba atado de pies y manos. Intentó revolverse, pero también le habían atado el cuello a las rodillas y estas, a su vez, parecían estar atadas al suelo de alguna extraña forma. No podía siquiera levantar la cabeza para distinguir a sus agresores. Por el rabillo del ojo alcanzó a ver su arma sobre la mesa. En ese momento sintió un terrible dolor en la espalda seguido de un desagradable e intenso olor a carne quemada. A pesar de su desgarrado grito, los asistentes no parecieron incomodarse, antes bien repitieron una vez más la operación. Comprendió que estaban marcándolo con aquellos símbolos que había visto antes en la espalda de la pequeña Lizzy. Después se desvaneció.

Despertó de nuevo al abrirse la puerta del maletero de aquel coche y entrar la luz del sol directamente contra sus ojos. Dos hombres lo sacaron, uno agarrándolo por los pies y el otro por las rodillas, como si fuera un mueble. Aún estaba atado como al principio. Lo llevaron hasta la cuneta y lo lanzaron contra la pendiente, por donde cayó rodando y descendió hasta el final del barranco. Nuevamente perdió el conocimiento. Despertó por tercera vez al sentir los pinchazos de los cuervos que picoteaban las heridas de su espalda. Intentó moverse, pero no lo consiguió. Tenía sed y la espalda le dolía profundamente.

En ese momento comprendió que era allí, en aquella cuneta, con aquella espalda marcada y arañada, con aquellas cuerdas sujetando sus manos hacia atrás y su cuello a sus rodillas, donde iba a acabar todo. Hizo un esfuerzo por ver más allá de lo que le permitía aquella cuerda y llegó a levantar la cabeza e incluso girarla hacia la izquierda. Allí vio, junto a él, a otro hombre en la misma postura, atado igualmente de pies y manos, con el cuello sujeto a sus rodillas, con la espalda desnuda y los dos símbolos grabados en su espalda, pero los cuervos se los estaban comiendo. Largos churretes de sangre seca caían desde su espalda hasta el suelo de paja y barro. El hombre parecía muerto, pues tenía los ojos abiertos y fijos en el horizonte y no parpadeaba. Un cuervo se posó sobre su cabeza y comenzó a picotearle uno de aquellos ojos fijos. El comisario, asqueado, quiso apartar la cabeza, pero al girar la barbilla se le había quedado la cara encajada hacia la izquierda y ya no podía recuperar la postura.

El comisario tuvo que contemplar, antes de morir, su propio final en las carnes del otro tipo.

CANCIÓN DE LA BORRACHERA INDIGNA

Y tú me tiraste la copa de ajenjo
y oscura la noche cayó sobre mí;
lamiendo la copa descendí hasta el suelo;
por seguir bebiendo el suelo lamí.

Tírame la copa, que a mí no me importa;
tírame la copa y la tuya hurtaré.
Porque es el ajenjo agua deliciosa
que no ha de tirarse ni por un traspié.

Bebamos, hermano, bebamos ahora
que el dinero dura; después llegará
con nuestra pobreza nuestra mala hora
durmiendo en la calle con indignidad.

FUNDIDO EN NEGRO

Era un día normal como otro cualquiera. Despertaron las crías de gorrión y su estridente piar formó una musical histeria celeste; despertaron las mujeres y sus cafeteras dejaron escuchar silbidos de agua hirviendo; despertaron los rudos hombres del campo y el tintineo de sus copas en el bar les dio su primer brindis solitario. El día transcurrió con normalidad. Todas las cosas estuvieron donde se esperaba que estuvieran. Todas las acciones se realizaron tal y como estaba previsto. A media tarde todo parecía haber ocurrido; ya no quedaba nada pendiente que hubiera que dejar para el día siguiente.

El mundo, horrorizado, pudo ver cómo todo a su alrededor se volvía negro justo antes de desaparecer.

Solo una pareja permanecía aún iluminada, esperando el momento de terminar con un último beso. Se miraron y, aun sabiendo que al terminar su tarea serían tragados por la oscuridad, no pudieron evitarlo.

Y así acabó todo.

EL MONTE

No supimos cómo, por qué estúpida casualidad, Pedro abrió la puerta con ese vigor habitual en él que todo lo abría con el ímpetu de quien aún no se ha cansado de vivir, en el momento exacto en que el maldito perro de Doña Paula se acercaba a la puerta a saltitos lloriqueando para que le dieran un poco de agua, de leche, de carne o de cualquier cosa, que lo mismo le daba a aquel estúpido perro comer un trozo de carne que un mendrugo de pan duro. El chillido del perro se desplazó con él hasta chocarse contra la pared, describiendo un arco que era el mismo arco imaginario que describe el recorrido de la puerta al abrirse. Nos acercamos a mirar al perro, que después del grito había quedado inerte en el suelo. Después de buscarle el pulso sin encontrarlo nos miramos entre nosotros. Doña Paula había salido al pueblo. ¿Qué hacer? Sin duda teníamos que deshacernos del animal.

Marco bajó al garaje y volvió con dos azadas y una pala. “Vamos, al coche”, dijo mientras tendía los aperos a Pedro y se agachaba a agarrar al animal. Con una serenidad que nos tranquilizó, fue hasta el coche, abrió el maletero y colocó el perro dentro. Después miró a Pedro, quien se había quedado en suspenso mirando la escena, y subiendo un poco el tono dijo, una vez más, “¡Vamos!”. Pedro se acercó hasta el maletero y metió los aparejos mientras yo arrancaba el coche. Marco se sentó a mi lado y miró hacia atrás, esperando a que Pedro subiera. Pedro se acercó a la casa a buscar las llaves y cerrar la puerta. Cuando subió al coche, apenas se escuchó el final de la pregunta “¿Qué le diremos?”, pero todos habíamos entendido perfectamente. “Después de enterrarlo bien vamos al pueblo, nos tomamos algo y volvemos a la hora de comer perfectamente achispados. Ella no lo echará en falta hasta la tarde, cuando lo busca para darle de comer. Pensará que lo ha matado otro perro, que se ha escapado a alguna parte o incluso que se lo han robado, pondrá carteles y acabará por olvidarse de él”.

Marco se había constituido el líder de la operación. Yo obedecía sus instrucciones, derecha, izquierda, toma ese desvío, que él me iba dando como si estuviera acostumbrado a ver morir y enterrar a los perros de doña Paula. Llegamos a un camino de tierra; al final, entre los árboles, se veía una pequeña laguna. Marco dijo “aquí”, yo paré el coche y bajamos. Nos internamos entre los árboles un buen trecho, hasta sabernos alejados del camino de tierra. En aquella zona la distancia entre los árboles era mayor, lo que nos permitiría encontrar un hueco lo bastante grande para enterrar, ya no a un perro, sino a un elefante. Marco agarró una de las azadas y marcó un recuadro en el suelo. Seguidamente, comenzó a clavar la azada removiendo la tierra. Pedro agarró la otra azada y lo imitó. Yo entendí que mi papel en la obra era usar la pala para apartar la tierra y así lo hice. Tras cambiarnos los papeles un par de veces, golpeé con el azadón y escuché un sonido sordo, como de una piedra. Con la azada aparté la tierra. Era una piedra blanquecina. “Espera”, dijo Pedro. Se metió en el agujero y apartó la tierra con la mano. “Mirad”, dijo, y fue apartando la tierra hasta que pudimos distinguir claramente un cráneo humano. “Qué asco”, dijo. Los dos miramos a Marco sin saber qué hacer. Marco permaneció unos segundos pensativo y luego dijo: “¿Y si fuera mi padre, mi hermano o mi abuelo? Continúa, por favor, desenterrémoslo, tiene que ser una víctima de algún asesinato para estar aquí en el monte”. Con calma, despacio, apartando la tierra sin golpearla, fuimos desenterrando el supuesto cadáver, hasta que, a la altura de una rodilla, apareció otro cráneo. “¡Coño, Marco, esto es una carnicería!”, exclamé.

–Quizá deberíamos parar –dijo Pedro– y llamar, por ejemplo, a la policía.
–Sí, pero antes tendremos que buscar un sitio en el que enterrar al maldito perro –respondí.
–Tienes razón. Vamos a buscar otro sitio, enterramos al animal y llamamos a la policía. ¿Qué tal así?
–Alguien debería quedarse aquí vigilando esto –repuso Marco, que se había alejado para devolver al animal al maletero.
–¿Tú? –propuse.
–Y una mierda. Pedro –dijo Marco recordando, antes de que pudiera protestar–, al fin y al cabo estamos aquí por su culpa.
–Yo no me quedo, tío, me muero antes que estar aquí con estas momias ni un minuto yo solo.
–¿Por qué no volvemos a tapar el agujero y nos vamos?
–¿Y si los que están ahí enterrados fueran toda tu familia, cabrón?

Agaché la cabeza. Marco tenía razón.

–De acuerdo. Tapemos el agujero y volvamos luego a desenterrarlo de nuevo.
–No. Se va a notar. Pedro, lo siento, tío, pero tienes que quedarte.
–De eso nada. Quedaos vosotros dos –ideó de pronto– y yo me llevaré al perro. Al fin y al cabo me lo he cargado yo.

Aquella sí nos pareció buena idea. Pedro se metió en el coche y desapareció. Marco y yo nos sentamos bajo un árbol, frente al agujero, por el que se veía, sobresaliendo, uno de aquellos cráneos.

DESAPERCIBIDO

En la silla el cuerpo parece apelmazarse, menguarse, como un acordeón recogido que ya no suena. Y es cierto, porque en la silla el cuerpo no suena a nada. Así, solo, en mi silencio, yo tampoco sueno a nada. Ni siquiera conozco el idioma de estas personas, lo que multiplica aun más mi silencio, engrandeciéndolo. De modo que empujo mi silla, giro las ruedas de atrás adelante, no sé si soy muy consciente de que mi trayecto no traza ni mucho menos una línea recta, porque mi silla se toma la libertad de desviarse levemente hacia la derecha –¡maldita!– y yo constantemente he de corregir sus escandalosas tendencias. Llego a la puerta de embarque, mejor me aparto en este rincón; el avión sale con retraso –¡malditos! –, cierro los ojos y me dejo embaucar por el sopor. Siento como si mi cuerpo estuviera presente pero yo no estuviera aquí, aunque soy consciente de dónde me encuentro, pero algo ilumina la oscuridad de mis ojos cerrados y es como si me hubieran llevado a una habitación blanca en la que no hubiera nada, ni paredes, ni suelo, ni techo, nada. Cómo consigo existir dentro de esta habitación es algo que desconozco, pero la luz me produce un suave y agradable picor en la nariz, me calienta y reconforta. A lo lejos oigo unas voces, la megafonía ha dicho algo, pienso que no sería para mí. Intento abrir un ojo, pienso en ello, incluso imagino el acto de levantar el párpado sin llegar a hacerlo. La megafonía suena llana y monótona al fondo de mi cabeza, hacia la nuca, casi a punto de caerse detrás de mi silla de ruedas.

Y siento que ahí afuera la masa de pasajeros ya se está levantando, no sé por qué, porque tengo los ojos aún cerrados, pero estoy escuchando ruidos de tacones, pisadas atropelladas mezcladas con el arrastrar de las ruedas de los equipajes de mano, objetos que se caen y a continuación se recogen, conversaciones y murmullos y búsquedas de pasajes en los bolsos y bolsillos. Espero un poco, porque debo entrar el último y esperar a que algún azafato fuerte me aúpe y me siente en el asiento, ocupándose de llevar mi silla de ruedas hasta la bodega.

Me sobresalta la musiquita que anuncia una próxima notificación por megafonía, que parece haberse atascado en un constante anunciar, como un disco rayado. Por fin para y se escucha una voz masculina informando del próximo vuelo. Los ojos se me han abierto apenas un poco y frente a mí, por la cristalera que da a la zona restringida, veo mi avión y el pasillo vacío. Una azafata en la puerta mira hacia el fondo buscando al pasajero perdido. ¡Pero qué estoy haciendo, ese pasajero soy yo! De pronto la mujer cierra la puerta, gira la llave y echa a andar hacia la salida. La pasarela al avión está despegada ya de él, y el aparato ha comenzado a avanzar hacia atrás. ¡Me dejan aquí! No puedo creerlo. ¿Por qué nadie ha tenido la delicadeza de despertarme? ¿Cómo han podido, impasibles, abandonarme en un rincón? Desolado primero y alarmado después, giro las ruedas de mi silla e intento impulsarme para alcanzar a la azafata antes de que desaparezca detrás de alguna puerta. La maldita rueda derecha insiste en desviarse; qué difícil es mover la silla a toda velocidad y al mismo tiempo corregir su desviación, pienso, mientras siento un dolor en los dedos de la mano que me atenaza y me sube ya por el antebrazo, aunque eso no impide que finalmente logre alcanzar a la azafata y atropellarla, tras calcular mal el momento de frenar. Le pido disculpas, pero ya juego con la ventaja de mi minusvalía para ser perdonado de antemano.

Y ahora resulta que ese no era mi vuelo y mi desgracia es que me he confundido de puerta de embarque. Ni siquiera, cuando han salido a buscarme, a sabiendas de mi físico impedimento, han podido encontrarme dormido frente a la puerta correcta, de modo que finalmente han decidido buscar mi maleta para sacarla de la bodega. Todo se ha complicado al intentar extraer de allí la silla de ruedas, que ya estaba etiquetada como equipaje y constaba como facturada dentro del avión pero nunca podrían encontrar, puesto que estaba debajo de mi cuerpo, en el pasillo equivocado. La azafata se ha sentido angustiada, yo diría que más que yo, que en realidad solo estaba interesado por tomarme otro vaso de ginebra. Me ha dejado en una esquina prometiéndome volver y se ha ido corriendo con mi tarjeta de embarque hacia alguna parte. Yo he mirado a mi alrededor y he descubierto un bar no muy lejos de mi rincón. Desde allí, bebiendo plácidamente, podré controlar el regreso de la azafata. Y solo después de un par de tragos me siento agradecido y tranquilo.

SUEÑOS DE MARGARITA

La margarita se hizo grande y dejó que sus pétalos blancos se alargaran y su amarillo corazón de polen se abombara como una gota de ámbar. Por las noches, en sus sueños, aquella preciosa margarita tenía pesadillas en las que horribles enamorados arrancaban uno a uno, inmisericordes, sus preciosos pétalos, dejándola desnuda y moribunda.

SCHOPENHAUER, EL LORO

El espíritu del fallecido Segismundo, maestro y filósofo, sediento de vida, buscaba un alma perdida o estúpida en la que acomodarse: perdida para no ser consciente de su invasión; estúpida para que, en caso de ser consciente, le fuera imposible controlarla y esta se produjera igualmente.

El espíritu del fallecido Segismundo saltaba de ser vivo en ser vivo durante el tiempo, más o menos breve, en que el ser vivo lograba ser consciente de su invasión y aprender a librarse de ella. Viajaba buscando sin éxito, pues era expulsado de todos los cuerpos, unas veces por introducirse estando el poseso despierto, lo que impedía la entrada en su mente, y otras veces por tener demasiada personalidad, rozando la egolatría, lo que ocurría en la mayoría de las ocasiones, pues el ser humano es ególatra por naturaleza. No sentía interés por los animales distintos del hombre porque se vería obligado a perder la facultad de hablar y eso le impediría expresar sus axiomas y teoremas a los demás, de modo que desde el principio elegía seres humanos. Segismundo estaba cada vez más enfadado, pues no lograba encontrar el alma en la que instalarse con comodidad para abandonarse a sus filosóficos pensamientos; estaba tan enfadado que no se dio cuenta de que el hombre que acababa de invadir, de cuerpo despierto y mente dormida, se encaminaba hacia una iglesia.

Ya dentro de la iglesia, el poseso se despabiló de pronto y entonces fue consciente de aquella invasión. Comenzó, como hacían todos al principio, a sacudirse con fuerza, agitando los brazos y las piernas como si le hubiera entrado un ejército de hormigas por la pernera de los pantalones. Las mujeres, que, envueltas en ropajes negros y decoradas con preciosas y bordadas mantillas, habían acudido a rezar, se alarmaron. Todos los feligreses rodearon el cuerpo del tonto Angelito. “¡Oh, Dios, este hombre está poseso!”, dijeron. Llamaron al sacerdote y él extendió aquellos aceites de áloes con aromas de incienso y mirra sobre el cuerpo convulso del tonto Angelito hasta que se calmó.

El espíritu del fallecido Segismundo se había quedado quieto, muy muy quieto, no pensando en nada, apenas existiendo levemente, para no ser descubierto. El tonto Angelito, ya calmado, aunque no entendía lo que le ocurría, sintió que ya estaba mucho mejor. Segismundo fue analizando ese cuerpo lentamente y descubriendo sus límites y capacidades, no mentales, porque Segismundo, maestro y filósofo, no necesitaba una mente en la que reflejarse sino un cuerpo al que dar las órdenes. El tonto Angelito era torpe y no hablaba bien; sus manos se agarrotaban tras un esfuerzo y generalmente pasaba el día sin hacer nada. Pero si se entrenaba bien era posible hacer que todas esas capacidades mejorasen considerablemente, de modo que a Segismundo le pareció muy fácil instalarse allí, pues solo tenía que controlar los momentos en que el tonto Angelito tenía conciencia para dormir él, y viceversa. De este modo se instaló en su cuerpo y aprendió a convivir sin que nadie sospechase nada.

El tonto Angelito a partir de entonces llevó una doble vida: en casa, en el supermercado, en el parque, era el tonto Angelito, momentos en los que Segismundo aprovechaba para dormir; por la noche, cuando el tonto Angelito se acostaba, que lo hacía muy pronto –dormía doce horas al día–, él dirigía su cuerpo a las tertulias de los grandes cafés y, ya entrada la noche, a los prostíbulos, únicos lugares abiertos en los que satisfacía sus deseos de placer y al mismo tiempo podía expresar sus pensamientos más profundos sabiéndose escuchado por un público de borrachos y prostitutas muy propicio a la devoción y el asombro.

Segismundo llevaba ya cuatro años en aquel cuerpo cuando una noche entró en el prostíbulo su prima Mari Tere; más que prima de él era la prima de Angelito, pero Angelito estaba dormido y Segismundo no había tenido tiempo de conocerla para prevenirse contra ella, de modo que Mari Tere, tras escuchar sus filosofías y razonamientos, quedó tan sorprendida que necesitó abanicarse un poco para reponerse. Después, fascinada, imaginando haber hecho un gran descubrimiento, se acercó, cómplice, a abrazar a su primo, pero él, sin reconocerla, le metió la mano por el escote y comenzó a manosear sus pechos, lo que provocó que ella se diera cuenta de que algo extraño estaba pasando y llamara a gritos al encargado.

“Perdón, señor Barrientos, ¿usted sabe cómo se llama este sujeto?”, preguntó. Segismundo comprendió en ese momento que ella lo había reconocido, pero no a él sino al tonto Angelito. Iba el señor Barrientos, que lo conocía como Segismundo, pues tal era su nombre en esos lugares, a responder, cuando Segismundo se precipitó sobre la barra y se le echó encima, despertando con su brusquedad a Angelito, quien de pronto se vio en aquel lugar y no en su confortable cama y asustado comenzó a sacudir los brazos y las piernas golpeando todo lo que encontraba a su paso. Tuvieron que llamar a la policía y después al sanatorio mental adonde se lo llevaron entre cinco policías y dos enfermeros, atado con una camisa de fuerza, mientras el párroco, tras ellos, meneaba un pequeño botafumeiro apestando a incienso y mascullaba una monótona música cuyo soniquete hacía suponer que rezaba una oración.

Al salir, en la puerta, Segismundo tuvo que tomar una decisión a toda velocidad: dejarse encerrar con aquel tipo en una celda en la que, al expulsarle de su cuerpo, solo podría escoger el de una cucaracha o insecto similar, o bien arrojarse contra el loro cuya jaula, cubierta con un trapo negro, colgaba de la puerta del prostíbulo.


Dos años después, inesperadamente, apareció en el prostíbulo Mari Tere. Nadie la esperaba ya, pues había desaparecido el mismo día que su primo Angelito. Fue a la barra, pidió un combinado y miró a su alrededor. Vio la jaula del loro descubierta y preguntó: “¿Y el loro? ¿No duerme hoy?”. “¿Quién, Schopenhauer? No, este loro siempre está despierto. Si le tapas la jaula te pide por favor que se la destapes. Deberías escucharlo hablar, da verdaderos discursos. Cuando lo compramos no decía nada, pero un día de pronto empezó a hablar y ya no calla. Debió de estar un tiempo con un orador o un político o algo así, porque siempre está reflexionando sobre la vida y la muerte y hablando de pensamientos profundos; por eso lo llamamos Schopenhauer, porque es todo un filósofo”, le respondió riendo. Mari Tere se acercó hasta él y lo miró. El loro soltó un picotazo hacia ella y gritó: “¡Quita de ahí, puta!”. Mari Tere se apartó, enfadada, mientras el camarero y los clientes reían a carcajadas.

EL POETA ÁGRAFO

Érase una vez un hombre-poeta que había nacido con esa sensibilidad que solo un poeta puede tener. Miraba a su alrededor y podía descubrir la belleza de cada objeto, de cada pequeño animal, de cada paisaje, de cada planta, de cada mirada. Pero este poeta no sabía escribir. Por eso nadie leyó nunca las palabras que él nunca escribió. Eran unas palabras tan bellas que solo un gran poeta podría haber escrito.

Nadie supo nunca que aquel hombre era un poeta. Ni siquiera él mismo.

EL GORRÓN

Perucho se levantó y desapareció por la puerta de los aseos. Todos reían y comentaban, pero Mario le había visto desaparecer de reojo. Al momento, alguien, quizá Marcos, quizá Paco, pidió la cuenta. La chica le dio el papel y todo el mundo puso su dinero sobre la barra. Los billetes y las monedas fueron y volvieron, idas y vueltas, hasta que se hizo el reparto y todos quedaron más o menos satisfechos. Iban hacia la puerta cuando alguien dijo: “¿Y Perucho?”, y todos volvieron la cabeza buscándole. Mario ya iba a decir “en el baño” cuando Perucho apareció por la puerta sonriendo. “¡Ah! ¿Ya nos vamos?”, dijo. Y salieron.

La misma escena se produjo en los dos bares siguientes. Sin embargo, nadie parecía darse cuenta, excepto Mario, de que Perucho desaparecía justo un momento antes de que alguien pidiera la cuenta. Cómo Perucho había logrado desarrollar un instinto que le anticipara con tanta exactitud lo que iba a suceder unos minutos después era algo que Mario no se sentía capaz de descifrar; cómo su desarrollado instinto le avisaba del momento exacto de salir del baño era algo absolutamente incomprensible.

Mario hervía por dentro viendo lo que ocurría, pero no se atrevía a decir nada, quizá por miedo a no ser creído, o a ser calificado de resentido, quizá porque había una ínfima posibilidad, en la que quería creer, de que todo fuera producto de la casualidad. Pero necesitaba comprobar que se equivocaba antes de dar el paso siguiente. Y eso es exactamente lo que hizo: dar un paso. Cuando, ya en el cuarto bar, Perucho dio la vuelta y se dirigió hacia los lavabos, Mario estiró un pie a su paso y lo obligó a caer. El sonido fue estrepitoso, pues Perucho era un hombre grande, alto y fuerte, y al desplomarse en el suelo hizo sonar algunas de las banquetas de la barra que tuvieron sin remedio que apartarse para no ser aplastadas por aquel mastodonte.

El ruido atrajo a todo el bar. Los que estaban cerca hacían un gesto intentando ayudarlo a levantarse, mientras Mario, levantado de su silla, parecía tener un pie pegado a la pared de la barra, el pie culpable, llevándolo lo más lejos posible de allí para que nadie lo relacionara con el incidente. Perucho se levantó lentamente, sonriendo, tranquilo. Los amigos le hicieron bromas y rieron con él y Perucho se sacudió las cáscaras de gamba junto con el serrín, los huesos de aceituna, las servilletas arrugadas y sucias y otras inmundicias que vagaban por el suelo del bar y se le habían pegado a la pernera del pantalón como si quisieran huir de su futura incineración. Alguien pidió otra ronda y tendió la primera cerveza a su accidentado amigo. Al rato, ya casi terminada la ronda, Perucho volvió a girarse y desapareció en los lavabos. Mario tuvo que contemplar como sucedía lo que él sabía que iba a suceder, pues ya no podía ponerle la zancadilla de nuevo y no se le ocurrió otra idea para evitarlo. Al rato, cuando Perucho volvió, ya todos estaban saliendo del bar, excepto Mario, que sentado en la barra, cabizbajo, se detenía en analizar cada movimiento y saboreaba su amargo rencor hacia Perucho, quien pasó delante de él diciendo con ironía “vamos, Mario”, volviéndose justo antes de salir para guiñarle un ojo.

LAS CINCO PRUEBAS

Mami Fan le dijo: “Me casaré contigo, pero antes deberás llevar a cabo cinco pruebas. Solo te permitiré dos fallos”. “De acuerdo”, respondió Boby Bam.

La primera prueba fue traerle a Mami Fan un ramo de preciosas amapolas. Boby Bam corrió hasta un abandonado descampado en el que sabía que encontraría suficientes flores para su mami. Volvió con un precioso ramo de amapolas y logró pasar la primera prueba. Sonriendo, le mostró a Mami Fan sus blanquísimos dientes. La segunda prueba que le pidió Mami fue arrancarse uno de esos preciosos dientes. ¿Cuál? Uno cualquiera. Mejor aún: uno de los que se veían al sonreír. El colmillo. El superior izquierdo. Boby pensó: “tengo derecho a dos fallos; no me quitaré un diente, prefiero gastar uno de esos dos fallos en esta prueba”. Pero se avergonzó, pensó que ella lo interpretaría como una falta de amor y no se lo dijo. Simuló que lo intentaba y con dramáticas lágrimas en los ojos le dijo: “Lo siento, mami, no puedo hacerlo”. Ella lo miró enternecida. Entonces le pidió que le compusiera una bonita canción. Boby Bam se sentó frente al piano y lo intentó con todas sus fuerzas. Pero la música no fluía. “Quiero hacerlo. Vamos, Boby, ella es maravillosa, deberías sentir la música en tu corazón”, se decía. Pero no logró encontrar las notas que hicieran resonar el amor que sentía por ella. Mami Fan se entristeció. Boby se dio cuenta de que era su último fallo, y aún quedaban dos pruebas por hacer.

Antes de que Mami Fan le dijera cuál era la cuarta prueba, Boby Bam se fue y ya nunca más volvió. Un día, sentada en el banco del porche mientras tejía un bonito suéter, Louise le preguntó cuáles eran las otras dos pruebas.

–Una era bailar conmigo. La otra besarme –respondió Mami Fan.
–Pero esas pruebas eran muy sencillas, Mami. ¿Por qué no se lo dijiste? Quizá él no se habría ido y ahora serías su esposa.
–Mierda, Louise, él no me quería. Si me hubiera querido se habría arrancado el maldito diente –le respondió Mami Fan.

EL CONTROL PERDIDO

El preso escuchó bajo la ventana:

“Estaba la pájara pinta
sentadita en un verde limón,
con el pico picaba la hoja,
con el pico picaba la flor.”

Asomó la nariz intrigado. Varias niñas vestidas de campesinas, con sus faldas rojas, sus camisas y sus pequeños delantales blancos, cantaban bajo la ventana. Apenas podía ver a una de ellas en el centro de un círculo, mientras las demás, de la mano, giraban a su alrededor.

“Dame una mano,
dame la otra,
dame un besito
sobre mi boca.”

Las niñas correteaban en círculos rodeando a la que supuestamente desempeñaba el papel de pájara pinta. Después de cantar dos estrofas las niñas dejaban de girar; entonces la niña central, mientras lo iban cantando, giraba sobre sí misma a un lado, luego al otro, después hacía una reverencia y se iba a buscar a una de las niñas de alrededor, a la que daba una mano, después, cruzándola, la otra y, por último, acercándose a su cara, un imaginario beso en su boca. Entonces las niñas se giraban sin soltarse las manos y la de fuera pasaba al centro y la que había hecho de pájara pinta abandonaba el centro para salir al círculo con las demás, que volvían a empezar la canción de nuevo.

El preso se intentó asomar aún más para ver mejor. Al hacerlo pisó la pernera de su pantalón, que se le bajó un poco, descubriendo parte de su ingle. Entonces sintió un cosquilleo y se dio cuenta de que inevitablemente estaba ocurriendo otra vez. Estaba teniendo una erección. El preso se metió hacia dentro, sentándose en la cama, mirándose los pantalones como si esa parte de su cuerpo fuera independiente de él, como si su amigo –o su hijo– se obstinara en estropearle el día, y sintió que ya no podía controlarlo.

Se sentó en el suelo, detrás de la cama; comenzó a llorar, primero sordamente, después hondamente, y lloró todo el tiempo mientras se masturbaba.

LA VERDAD QUE SE ESCONDE

En medio del camino había un enorme charco. El caballero vio el charco a lo lejos y supo lo que iba a tener que hacer, pero al momento pensó en su chaqueta allí colocada, llenándose de barro, y después miró los bajos del vestido de la dama y los vio ya sucios, embarrados por su constante contacto con el suelo, aunque seco, no exento de suciedad, y sintió la injusticia de tener que destrozar su chaqueta por una simple galantería. “Tengo que pensar en algo rápido”, se dijo. Agarró a madame Berlaymont del brazo y dio un rápido giro hacia el lado contrario. Muy bajito le dijo al oído: “Cuidado, madame, el caballero Perçage está al fondo; creo que no nos ha visto”. Madame Berlaymont dejó salir una leve risita. “Huyamos, monsieur Marsin”, le dijo. Y continuaron por el camino hasta bordear el palacio por el lado contrario. Marsin respiró hondamente, aliviado y al mismo tiempo orgulloso de su inteligente solución.

“Este idiota no sabe que monsieur Perçage anunció ayer noche que no podría venir –pensó madame Berlaymont–; qué excusa tan pobre para evitar la galantería de tener que poner su chaqueta en el charco. Algunos actúan como si fueran esclavos de su pobreza. Un verdadero caballero no piensa en una chaqueta fácilmente sustituible por otra. ¡Qué vulgaridad!”

Madame Berlaymont miró al caballero Marsin y le sonrió. Marsin respondió a su sonrisa y continuaron paseando un rato por los jardines del palacio.

EL BARCO

Esperaron a JT y bajaron los tres hasta el muelle. El barco estaba envuelto en una completa oscuridad: ninguna farola parecía funcionar a su alrededor. Despacio, interrumpidos por un constante chistarse unos a otros procurando mantenerse en silencio, llegaron hasta la popa, de donde colgaba una escala de cuerda a la que se anudaban estrechos listones de madera. RG, el más resuelto, agarró la escala y comenzó a subir despacio. Mientras, los otros dos hacían esfuerzos por escuchar posibles voces o ruidos de gente acercándose al advertir su presencia o haciendo la ronda. Pero el sonido más elevado que se escuchaba, aparte del mar golpeando suavemente el barco, era el de los pies de RG subiendo a duras penas por la escala hasta llegar a cubierta. Una vez arriba RG se echó al suelo y con el brazo los llamó. JT subió a continuación, seguido de AM, que casi le hizo perder el equilibrio al precipitarse y comenzar a subir antes de tiempo, tal era su nerviosismo al saberse solo allí abajo. Cuando estuvieron los tres en cubierta el silencio fue absoluto y solo se comunicaron mediante signos. RG dirigía al grupo y señaló una puerta en la parte de atrás. Se acercaron en silencio hasta ella y la entreabrieron muy despacio, sin esfuerzo. RG metió la cabeza y escuchó durante un rato. No parecía haber nadie allí, pues el silencio era absoluto. Entraron. Dentro tampoco había mucha luz, pero afortunadamente sus pupilas ya se habían habituado y pudieron ver un estrecho y corto pasillo a cuyo final había unas escaleras. RG bajó el primer escalón, que sonó un poco, pues era metálico; esperaron unos segundos y, tras no escuchar nada, continuaron bajando con extremo sigilo hasta abajo. Al llegar abajo un largo pasillo se abría a su derecha, lleno de puertas a los lados. Algunas estaban abiertas y otras cerradas. No había luz, ni en el pasillo ni en las habitaciones abiertas ni tras las rendijas de las cerradas. El barco parecía estar vacío.

Los niños no se atrevieron a abrir las puertas cerradas, pero sí curiosearon tras las abiertas. Habitaciones raídas de un viejo barco abandonado. Olor a óxido y aire cargado de partículas. Alguna silla vieja y rota era todo el mobiliario del barco. En la última habitación había también una mesa y un resto de una estantería cuyas repisas reposaban incompletas en sus paredes, aún sujetas por tornillos carcomidos por el óxido. Al entrar en aquella habitación JT susurró muy bajito: “¿Y si lo interesante está tras las puertas cerradas?”. RG asintió. AM negaba moviendo el dedo muy rápidamente a los lados. “Miedica”, murmuró RG en su oído tan bajo que JT no lo oyó.

RG y JT salieron al pasillo de nuevo. Se acercaron a la primera puerta. Miraron por debajo, comprobando a través de la rendija que no había más luz que allí afuera. Pegaron el oído. No se escuchaba nada. Giraron el picaporte muy despacio. Empujaron la puerta. Se abrió sin dificultad. Dentro, otra sala vacía como la que acababan de ver, quizá con más muebles: una cómoda sucia y rallada, un sillón roto por el que asomaban grandes muelles metálicos oxidados, un estrecho armario sin puertas y dentro de él, sobre una de las repisas, trapos viejos rotos. Una pelota de tenis pelada y ennegrecida descansaba en una esquina. RG la cogió, la lanzó al aire y volvió a cogerla de nuevo. JT lo miró asombrado y le hizo una seña tapándose la boca con el dedo índice. Salieron de allí. Llegaron a la siguiente puerta, bajo la que tampoco parecía haber luz. Al apoyar los oídos tras la puerta, sintieron un escalofrío: se escuchaba un murmullo suave, fantasmagórico. Se miraron. JT se giró y fue a buscar a AM para marcharse. Al volver a pasar por la puerta, RG continuaba allí. JT le hizo un gesto con la mano para marcarle la salida. Pero RG los miró y, de pronto, sonriendo burlón, fue a girar el picaporte para abrir la puerta. El picaporte no giró. JT y AM lo miraron petrificados. Sin haberse dado cuenta se habían dado la mano. RG vio un agujero en el picaporte que le señalaba por dónde podía forzar la puerta. Metió la mano en el bolsillo, sacó un alambre y con la otra mano mandó callar a los chicos. Muy despacio insertó el alambre en el agujero y lo fue girando haciendo presión hasta que el picaporte cedió y giró. Tenía una malévola mirada, una risa sarcástica que parecía burlarse de sus amigos. Entonces abrió la puerta de par en par, rápidamente. Había entre ochenta y cien personas aterradas apretujadas en el fondo de la habitación. RG se asustó y gritó, y JT y AM gritaron también. Entonces se produjo un grito en masa, todos aquellos orientales –apreció RG de pronto– comenzaron a chillar también y JT y AM salieron corriendo hasta la escalera, seguidos de RG y éste a su vez seguido por aquella muchedumbre de chinos huyendo de su cautiverio. Al llegar a cubierta no se fijaron en si había alguien o no, sencillamente corrieron hasta la escala, pero esta había desaparecido. Al fondo, desde proa, se acercaron dos hombres gritando en un extraño idioma que no entendieron. Solo un segundo antes de que les dispararan RG se volvió a sus amigos y gritó: “¡Lo siento!”.

LA VERDADERA HISTORIA EVOLUTIVA

El fenómeno ocurrió de la forma más tonta inimaginable; aquella niña llegó hasta la orilla agarrada de una mano a la de su madre y de la otra a su cucurucho de helado de fresa natural. Natural, en este helado, significaba que la heladera había lavado las fresas, las había triturado y mezclado con leche y finalmente había batido muy bien la mezcla hasta alcanzar una crema que había congelado lentamente, removiéndola cada media hora hasta lograr la congelación. La madre tiraba de la mano de su hija, que a duras penas lograba seguirla y, aún peor, sujetar su cucurucho. En uno de los tirones de su madre, la niña no pudo controlar el equilibrio de su mano derecha y la bola de fresa cayó sobre la arena, que inmediatamente quedó absorbida por una ola que acababa de romper a sus pies.

La bola de fresa duró apenas unos segundos antes de diluirse en el agua. Al hacerlo, diminutas pepitas de fresa se expandieron por el fondo del mar. En circunstancias normales no habría ocurrido nada, pero aquel día, quizá debido a la temperatura del agua, o a las corrientes, o a las propiedades de la arena, o a la proyección de los rayos del sol sobre ellas, de pronto dos de las pepitas dejaron salir una pequeña planta que sorprendentemente fue capaz de sobrevivir y, más aún, crecer y arraigar bajo el agua salada. Al año siguiente esas dos pequeñas plantas se abrieron en dos esquejes, y al año siguiente se multiplicaron por cinco; después por diez, poblando el suelo del mar con sus verdes colores. Cinco años más tarde comenzaron a dejar salir unas diminutas fresas rojas. El fenómeno era completamente nuevo, ya que las fresas, mezcladas con el agua salada del mar, tenían un original y divergente sabor que resultaba exquisito para los peces. El fondo del mar, hasta entonces cubierto de verde, se llenó de pequeños lunares rojos.

Los peces comenzaron a picotear aquellas pequeñas fresas. La fructosa, los ácidos, las vitaminas, nuevos alimentos, a la postre, penetraron por primera vez en sus acuáticos organismos y provocaron también nuevos cambios en su constitución y por lo tanto en la evolución de la especie. Las aletas superiores se alargaron para ayudar a los peces a apartar las hojas de las frutas; la cabeza se fue redondeando para dejar crecer al cerebro, cuya memoria fue mejorando gracias a las vitaminas. El rostro y la parte superior del cuerpo se fueron asemejando, sorprendentemente, al humano, manteniéndose la otra parte adaptada a la vida en el agua.

Y así fue como realmente se originaron las sirenas.

EL IRRESISTIBLE INFLUJO DEL BLUES

Todo fue extraño desde el principio, nada más nacer. Sus pies parecían aletas de pez, aunque eran pies de carne humana y huesos. “Como una sirena, una sirenita”, dijo su madre entre sollozos e hipos. Los cirujanos estudiaron la posibilidad de operar para “crear” unos pies, o al menos la apariencia de unos pies, pero la estructura ósea no lo permitió. Cuando fue bebé no hubo demasiados problemas, pues los patucos tapaban la vergüenza paterna, pero después, cuando ya iba teniendo edad para andar y no le era posible sostenerse de pie, volvieron de  nuevo a probar nuevos médicos y buscar nuevas soluciones. Un día su madre lo dejó solo un momento en la bañera para abrir la puerta y, al volver, lo encontró completamente sumergido dentro del agua. Asustada, fue a sacarlo corriendo cuando se dio cuenta de que estaba respirando, de que podía respirar dentro del agua.

Hasta ese momento nunca había hablado, pero al sacar la cabeza del agua comenzó a cantar una melodía tan extraordinariamente hermosa que su madre se sintió desfallecer.

Sentado en su sillita sus padres lo llevaron hasta el mar. Al verlo, el niño comenzó a gritar y a reír con una alegría a la que sucumbieron. Lo vieron alejarse nadando a saltos como un delfín. No sabían cuándo volverían a verlo, pero sabían una cosa: ese era su entorno. Allí podría ser feliz.

Cada año, en el día de su cumpleaños, sus padres viajaban hasta la orilla del mar y lo veían pasar a saltos entre los delfines.

Un día, saltando, nadando, llegó desde el mar del Norte hasta la costa Este de los Estados Unidos, atraído por un lejano sonido tan extraordinario que por más lejano que sonara superaba en belleza la de cualquiera de sus propios cantos. Así fue como entró, sorteando la península de Florida, al Golfo de México y por el río Mississippi hasta New Orleans. Tuvo que salir del río para escuchar mejor el cálido sonido de aquella música. Tuvo que cortarse los pies para poder hacerse pasar por un ser humano. Tuvo que arrastrarse en una silla de ruedas a partir de entonces. Tuvo que mendigar, sentado en su silla de ruedas, para conseguir una guitarra. Tuvo que sacrificarlo todo.

Se había enamorado del blues para siempre. Sus padres ya nunca volvieron a verlo.

RELACIONES INCOMPLETAS

Siempre estaba pensando en ella. No había un solo día en que no tuviese unos minutos para recordar alguna frase, gesto o ademán. La evocaba sonriendo tiernamente y adaptaba su memoria al deseo de recordarla de una determinada manera, difuminada por una tenue luz, con una voz de extraordinaria dulzura, más hermosa que lo más hermoso que hubiera contemplado en toda su vida. Vivía obsesionado con ella; no encontraba nada a su alrededor que le despertara un interés ni remotamente parecido al que ella le despertaba. En resumen, estaba profundamente enamorado.

Ella, a pesar de haberlo visto a menudo, nunca se había fijado mucho en él, pero después, cuando lo conoció mejor, tampoco le encontró nada especial. Sí, era un chico agradable, quizá esa era la descripción que habría hecho de haberle preguntado. Jamás había tenido un solo pensamiento amoroso hacia él, ni siquiera por un error en uno de esos sorprendentes sueños cuyo recuerdo nos hace ruborizarnos o respondiendo a algún juego imaginativo basado en el absurdo. No sintió ningún atractivo.

Él era tímido y no se atrevió a cortejarla. Ella ni siquiera se dio cuenta de cómo la miraba.

El mundo está lleno de personas que nunca llegarán a amarse.

EL UNIVERSO DE LO PARALELO

En una galaxia lejana, más allá de todo universo conocido, una vez existió otro universo en el que todo fluía en paralelo, de tal modo que los términos opuestos navegaban por terrenos diferentes y nunca se encontraban. En el planeta de las preguntas no había sitio para las respuestas; en el planeta de los asesinos no había víctimas; en el mundo de los sueños nadie despertaba; en el territorio del amor no había discusiones ni peleas; en el de la riqueza no existía la pobreza; en el de la música no existía el silencio; en el de la luz no había oscuridad.

Fue un universo muy breve, apenas duró una milésima de segundo. Porque la energía necesita fricción para generarse y sin sus contrarios todos los conceptos morían congelados.

EL HOMBRE VERDE

Permaneció sentado mirando perplejo aquella mancha verde en el dorso de su mano derecha. Pasó un dedo de la otra mano por la lengua y frotó fuertemente la mancha, rascándola con la uña, pero no se borró ni lo más mínimo. Parecía incrustada dentro de su piel, como un tatuaje. Se acercó la mano aún más a los ojos, como si así pudiera ver algún detalle revelador, pero nada iluminó su ferviente inquietud. De pronto, como si se evaporara, la mancha se deshizo hasta desaparecer rápidamente ante sus propios ojos. Perplejo, examinó la mano más de cerca, pero la mancha había desaparecido. A simple vista era una mano normal. Durante un buen rato esperó a que la mancha apareciese de nuevo, pero no ocurrió. Finalmente se levantó, encogiéndose de hombros, y se marchó.

Por la tarde bajó con los niños a jugar al parque. Fue al agarrar a la pequeña Julia, para ayudarla a bajar el tobogán, cuando la vio de nuevo. Ahí estaba la mancha otra vez, en el mismo sitio, pero había aumentado de tamaño. Casi soltó a la niña, que dio un grito y lo obligó a despreocuparse momentáneamente de aquel fenómeno. Nada más aterrizar a la niña en el suelo, mirándose la mano, corrió a sentarse al banco. Ella lo miró, esperando una sonrisa, una broma, un grito de aliento, pero su padre ya no pensaba en ella; ni siquiera la miraba. Solo tenía ojos para aquella mancha verde.

La mancha permaneció, en esta ocasión, casi una hora, hasta desvanecerse de nuevo y desaparecer por completo en apenas un segundo.

La siguiente mancha fue aún más grande. La tercera casi ocupaba la mitad del dorso de su mano. Entonces decidió ir al médico, pero cuando llegó allí la mancha se negó a aparecer y sus explicaciones no parecían responder a ningún síntoma físico; antes bien, cuanto más hablaba más se daba cuenta de que el doctor acabaría por enviarlo al psiquiatra. Se sentía desamparado y tenía miedo. Andaba todo el día hacia todas partes mirándose el dorso de la mano, esperando encontrar la mancha para observar cuál era su nuevo tamaño. Comenzó a pintar con bolígrafo los bordes para poder apreciar las diferencias. Midió un aumento de un milímetro por aparición. Se chocó con personas, con bancos, con farolas, por estar mirando su mano mientras caminaba por la calle. Llevaba la mano toda pintarrajeada con líneas concéntricas que parecían pertenecer a un mapa geofísico lleno de curvas de nivel cuyo punto más alto se encontraba cerca del nudillo. Después midió los tiempos, tanto entre las apariciones como de duración de las manchas, pero no encontró ninguna relación lógica que le permitiera adivinar cuándo se produciría la siguiente revelación. Sus hijos le temían; su mujer le gritaba. No logró que ninguno de los tres la viera, de modo que finalmente nadie le creía. Era como si la propia mancha, provista de una inusitada inteligencia, supiera cuándo había otras personas mirando para borrarse de manera fulminante.

Poco a poco la mancha verde acabó por invadir todo su cuerpo. El día en que llegó hasta sus ojos ocurrió que todo lo que veía empezó a tener un filtro verde. Fue entonces cuando dejó de verse la mancha, que filtrada por el propio filtro ocular pareció desaparecer.

Después de mucho tiempo consideró que ya estaba curado y se olvidó de la mancha para siempre. Pero para entonces la mancha ya había empezado a aparecer en el dorso de la mano de su esposa.

MATARILE-RILE-RON

Salía del portal, aún con las llaves en la mano, jugueteando con ellas entre los dedos. Unos tipos con aspecto pandillero se acercaban por la acera a lo lejos. Sus risotadas se escuchaban con un eco sordo por toda la calle. Echó a andar, tranquilo, aún jugando con las llaves. Al poco los pandilleros ya estaban a su altura. De pronto, uno de ellos, de un golpe rápido, le arrancó las llaves de la mano y echó a correr. El resto de los chicos corrieron tras él, riendo, y el eco de sus risotadas en la calle aumentó de volumen. Perplejo, con la mano abierta y vacía, alcanzó a ver cómo, con gesto soberbio, el chico que le había quitado las llaves se las mostraba sonriendo, para a continuación dejarlas caer por el hueco de una alcantarilla.

Los chicos salieron corriendo de nuevo y desaparecieron tras la esquina. El hombre, aún desconcertado, permaneció un rato parado hasta que por fin reaccionó y se acercó hasta la alcantarilla para comprobar que por aquel agujero no se veía nada. “¡Hijos de puta!”, gritó, pero era un grito sin destino. Ni siquiera tenía eco. Se agachó sobre la alcantarilla y acercó la cabeza hasta el agujero; guiñó un ojo, intentando enfocar hasta encontrar un destello metálico, un bulto entre la oscuridad. Nada. Entonces quiso abrir la tapa de la alcantarilla para ver mejor.

La tapa pesaba mucho, no podía levantarla. Recordó haber visto en alguna ocasión a los operarios utilizar una barra metálica doblada en su extremo para engancharla por uno de los agujeros y empujarla hacia un lado. Se acercó hasta los contenedores de basura a echar una ojeada, por si hubiera algo que utilizar como gancho para abrir la alcantarilla. Lo más parecido que encontró fue una percha. Tomó la percha, llegó hasta la tapa y, tras varios intentos en los que forzándola tuvo que doblarla y desdoblarla, consiguió enganchar la tapa y empujarla, sorprendentemente, hasta desplazarla sonoramente hacia un lado.

El agujero era tan grande y profundo como negro y, por más que giraba la cabeza a un lado u otro buscando el reflejo de la luz exterior sobre sus llaves, no logró ver nada. Su único camino posible consistía en bajar por aquella escalera cuyos peldaños eran grandes alambres de hierro encajados con cemento en las paredes. Pensó en subir a casa a buscar una linterna, pero en seguida se rió al comprender que primero tendría que recuperar las llaves y para entonces la linterna ya no sería útil. Buscó el teléfono en el bolsillo y, colocándoselo entre los dientes, aprovechó la iluminación de su pantalla para abrirse paso, tras comprobar que la luz únicamente podía alcanzar hasta el peldaño siguiente. “¡Hijos de puta!”, gritó de pronto tras bajar el quinto peldaño. El sonido de su propia voz trepó, rebotando, por las paredes de la alcantarilla hasta salir huyendo por las aceras. Al llegar abajo, una especie de riachuelo salía del centro de la galería hacia la más profunda oscuridad. Con el teléfono iluminó el suelo por todos los rincones. Ni rastro de las llaves. El único lugar en el que podían estar era en el riachuelo, pero le daba mucho asco meter la mano allí. Miró hacia arriba, donde un círculo de luz le mostraba un pequeño pedazo de cielo, y después cerró los ojos fuertemente, y con los ojos muy muy cerrados metió la mano y tanteó hasta tocar algo que sin duda era un manojo de llaves.

No quiso abrir los ojos hasta llegar a la calle. Trepó como pudo, a ciegas, por los peldaños, con su mano fuertemente cerrada. Al salir, abrió los ojos, miró su sucia mano y la abrió. ¡Aquellas no eran sus llaves!

“¡Hijos de puta!”, repitió una vez más, mientras sacaba el teléfono para llamar al cerrajero.

EL ABRAZO DE DARÍO Y LEONARDO (dedicado a Graciela y sus alumnos)

Darío y Leonardo bajaban caminando entre las chacras, bajo la sombra de los manzanos, cuando escucharon aquella voz. Una dulce voz de mujer cantando una preciosa canción. Se miraron, miraron hacia el origen del sonido, entre los árboles, y sigilosamente se fueron acercando.

Sentada en un cajón de fruta vacío, una muchacha preciosa canturreaba mientras desenredaba su larguísima melena negra y la enlazaba formando dos preciosas trenzas. La chica, de espaldas, no podía verlos, aunque si se hubiera dado la vuelta no los habría visto, pues se habían quedado camuflados tras los árboles. Por un momento se giró y aquel rostro dulce de suaves labios rojos terminó de enamorar a los dos jóvenes.

Darío y Leonardo no volvieron a mirarse. La chica ocupó toda su atención. Habían sido siempre amigos, desde niños; habían ido a cazar, a pescar truchas al río, a jugar entre los matorrales. Eran los dos únicos varones en el aula de la escuela, rodeados de niñas que con sus risitas y tonterías siempre les habían alejado de los juegos amorosos. “Qué tontas”, se decían, riendo, y nunca les prestaban atención porque su amistad era mucho más importante que aquellas niñas.

Pero esta chica era de otra dimensión, de la dimensión amorosa. De modo que Darío y Leonardo se habían enamorado. De pronto, de amigos, se convirtieron en rivales, allí mismo, detrás de los árboles. Cada uno de ellos buscaba la manera de conseguir a la chica. Ni siquiera se habían esforzado en conocerla, sino únicamente en conseguirla. Recogían las mejores frutas, las más grandes y jugosas, para dárselas; esperaban a que ella manifestara un deseo para correr a hacérselo realidad. Un día pidió una caracola, para escuchar el sonido del mar. Dicen que es arrullador, les dijo, me gustaría escucharlo a la luz de la luna. Y los chicos se lanzaron en canoa río abajo, conocedores de que el mar es el final de cualquier río; a punto estuvieron de perecer ahogados si sus padres no hubiesen alertado a los vecinos para acudir en su busca.

Una tarde acudieron a la chacra en la que siempre la encontraban y descubrieron que no estaba allí. Como no la conocían apenas, no sabían dónde buscarla. Nunca supieron dónde vivía, de dónde procedía, adónde iría al día siguiente. Registraron, árbol a árbol, los manzanares, las peraledas, los caminos; bajaron hasta el río y la buscaron entre las matas, en el agua, donde las truchas jugaban con los preciosos cisnes de cuello negro, en el alto del camino, por toda la ciudad. La chica no apareció.

Cabizbajos y afligidos, de pronto, por primera vez en mucho tiempo, se miraron. Comprendieron que la habían perdido para siempre, pero también se dieron cuenta de todo lo que habían perdido entre ellos.

Y se reencontraron allí mismo, entre los árboles en los que se habían perdido, y se dieron, entre lágrimas, un fuerte abrazo.