EL ESCONDITE INDIGNO


Hoy me he dado cuenta de que las palomas están todo el día haciendo los coros del Sympathy for the Devil de los Stones. Me he dado cuenta porque escuchábamos la canción cuando nos ha interrumpido el sonido de la llave de la puerta girando para abrirse y encontrarnos en medio de un enloquecido baile de pieles desnudas que se tocan entre risas y respiración entrecortada. Linda me ha abierto la puerta del armario y me ha empujado dentro. Antes de cerrar me ha dicho: “tranquilo, solo viene para un momento y se irá rápido”.

Al principio se escuchaba el sonido grave de la voz de su marido y las risas de Linda –un tanto histriónicas, sobreactuadas– entre frases interminables. Después ha disminuido la intensidad de los ruidos hasta convertirse en un hilillo apenas inteligible y en ese momento he empezado a escuchar a las palomas. Hacían “Ooh, ooh” como las chicas del coro de la canción, una y otra vez, mientras yo me sentía el mismísimo diablo allí encerrado, sin saber qué hacer pero sabiendo que no era posible hacer nada. Durante un momento me imaginé a mí mismo saliendo del armario para descubrir la verdad, pero la propia imagen y el cálculo de las posibles reacciones  a esa decisión me adherían cada vez más a la pared de aquel armario en cuya comodidad no tuve tiempo de pensar. Entre los “Ooh, ooh” de las palomas un imaginario Mick Jagger me repetía una y otra vez la frase de Linda: “tranquilo, solo viene para un momento y se irá rápido”, pero la rapidez de pronto se había convertido en el resultado de la fórmula (T x S)2, siendo T el tiempo real y S la sensación que tenía de estupidez. Así que para entretenerme empecé a hacer cálculos, asignando a mi sensación el valor de 10, porque mi estupidez en aquel momento me parecía enorme, y de este modo multiplicando cada minuto por 10 y elevándolo al cuadrado, lo que me daba, para cada minuto que transcurría, el resultado de haber transcurrido 100, por lo que al cabo de unos 17 minutos ya estaba sintiendo que habían pasado 170 x 170 = 28.900 minutos –calculaba yo mentalmente con dificultad–, que divididos entre 60 con más dificultad aún me ponían en 481,67 malditas horas, es decir, veinte días, una hora y cuarenta minutos. Por un momento pensé que podía morir allí sin que nadie recordara haberme metido dentro y empecé a escuchar mi respiración algo entrecortada, lo que imprimía al corear de las palomas un ritmo casi perfecto. De pronto me sentí, además, desnudo; llevaba más de veinte días desnudo en un armario escuchando el coro del Sympathy for the Devil y la cabeza empezaba a hincharse dentro de aquel armario, lo notaba, sentía cómo mi cabeza estaba creciendo y empezó a tocar las paredes del armario, lo que me atemorizó, dado que si salir de allí espontáneamente me parecía ridículo peor aún me resultaba imaginarme reventando la puerta del armario con mi ensanchada cabeza y desparramando todos mis sesos rosados contra la pared de enfrente. Y el asco de ver mis sesos esparcidos por la habitación decoró aquel armario con una encantadora vomitona.

En ese momento escuché la puerta cerrarse y las palomas callaron.

LA VACA QUE LADRABA (CUENTO INFANTIL)

Sucedió una mañana de abril. En aquel prado primaveral, poblado de flores y de hierbas que crecían con desenfreno, las vacas pastaban casi en silencio; de vez en cuando aquel silencio se interrumpía por un intenso y alargado “muuu”.

La vaca Esmeralda pastaba allí a diario con sus compañeras de rebaño. Generalmente, cada cierto tiempo, pronunciaba, al igual que sus compañeras, aquel profundo y dilatado mugido.

Pero aquel día ocurrió algo extraordinario. Apenas habían empezado su paseo cuando, después de masticar un buen manojo de hierba, Esmeralda abrió la boca y en vez del habitual “muuu” lo que sonó fue un estridente “¡Guau!”. Todas las vacas volvieron su cabeza hacia Esmeralda, mientras la propia Esmeralda mostraba su cara de asombro ante su propio sonido. Entonces decidió probar de nuevo: alzó la cabeza hacia el cielo, abrió su enorme hocico y pronunció:”¡Guauuuuu!”. Todas las vacas dejaron de pastar paramirarla. Marianico, el pastor, la miró también, sobrecogido. “¿Qué te pasa, bonica?”, le dijo mientras acariciaba su lomo. Esmeralda volvió a levantar la cabeza, abrió la boca y con todas sus fuerzas pronunció:

– ¡Guau! ¡Guau! ¡Guau!

Marianico dio un grito y llamó corriendo a su parienta.

–¡Mira, mira, Eugenia, la vaca Esmeralda está ladrando! –gritaba.

Eugenia se acercó a la vaca riendo, incrédula. Entonces la vaca Esmeralda, levantando la cabeza más de lo que se sentía capaz, abriendo la boca más de lo que la había abierto nunca y cogiendo más aire del que le cabía en los pulmones, gritó: “¡Guauuuuuuuu!”.

–Hay que llamar al veterinario –sentenció Eugenia.

El veterinario dejó lo que estaba haciendo y acudió rápidamente a la llamada cuando supo que el problema era que una vaca estaba ladrando. No podía creérselo, necesitaba escucharlo con sus propios oídos. Y cuando llegó y le llevaron ante Esmeralda, que una y otra vez lanzaba sus ruidosos ladridos, el veterinario no alcanzaba a entender cómo podía haber pasado algo así.

Ricardo, que así se llamaba el veterinario, llevó la vaca a su consulta y le hizo una radiografía. En la película se veía claramente el origen de aquel problema: había un perro ladrando en el interior de su tercer estómago. Quizá, mientras Esmeralda dormía, el perro, aturdido por el frío de la noche, había entrado en aquel túnel improvisado y calentito y después no había sabido cómo salir de allí. Como las vacas no comen carne, el tercer estómago de Esmeralda no había sabido qué hacer con aquel perro y le había dejado allí esperando que encontrara su camino de salida. Lo malo es que Esmeralda, con el estómago lleno de algo que no podía digerir, no era capaz de abrir la boca salvo para regurgitar aquellos ladridos con la cabeza bien alta, lo que hacía imposible expulsar al pobre perrillo.

Entonces Ricardo tuvo una idea y le dijo a Marianico: “Vamos a obligar a Esmeralda a estar despierta mucho tiempo para que acumule tanto sueño que al bostezar se le abra la boca tanto que el perro vea la luz del día y pueda salir por donde entró”.

Y así lo hicieron. Establecieron dos turnos, para no quedarse dormidos ellos, lo que les impediría incordiar a la vaca para evitar que se durmiera antes de tener el suficiente sueño acumulado, y estuvieron manteniendo despierta a la vaca treinta y dos horas y veintisiete minutos. Y en aquel momento la vaca, que ya no podía más, se dejó caer al suelo y bostezó tanto tanto tanto que se le abrió la boca tanto tanto tanto que el perro vio una luz al fondo y salió corriendo hacia ella, apareciendo por fin en la boca de Esmeralda y logrando salir justo antes de que esmeralda cerrara la boca y se quedara produndamente dormida.

LA NOTA

Al entrar en la habitación, un insoportable olor a podrido impedía apreciar con claridad lo que había en ella para señalar el lugar donde se encontraba el omnipresente cadáver. Tumbado boca abajo, con la boca apretada contra la alfombra, como si hubiera caído sobre ella para saborearla de forma tan absurda como la propia postura adquirida en la caída, con el culo en pompa, las rodillas dobladas hacia dentro y los pies apoyados en las puntas, el gran tamaño del cadáver daba a la habitación un aspecto encogido. Mientras todos se tapaban la nariz, Josué entró como si el olor no le afectara, acostumbrado ya a esa y otras desagradables podredumbres, y se agachó para ver de cerca el rostro, algo raído. Al agacharse su vista tropezó con un papel que el fallecido agarraba fuertemente con la mano derecha. Se colocó los guantes e intentó tirar del papel, pero estaba fuertemente aprisionado entre los encajados dedos del cadáver, de modo que primero desencajó los huesos de la mano para que el papel cayera, inerte, sobre la alfombra; recogió el papel, lo desdobló con cuidado y leyó: "A quien pueda interesar: No deben culpar a nadie de mi muerte; si bien es cierto que mi intención no es matarme, sino llamar la atención sobre mi desgracia y mi soledad, es muy posible que no sea capaz de calcular bien la dosis que me hará entrar en ese estado anterior al de la muerte por suicidio. Por eso les pido que, si me encuentran vivo, me salven, con todos los instrumentos a su alcance, con pasión y vehemencia, pero si me encuentran muerto, en fin, si me encuentran muerto, ¿a mí qué me importa si me encuentran muerto? Ya no serviré para nada".

—Qué extraña nota de suicidio —dijo Josué, tendiendo el papel a su compañero.

—Sí —dijo su compañero, tras leerla—. Resulta que el tipo no tiene ningún teléfono en la agenda. No parece conocer a nadie. Creo que estaba más solo de lo que podía permitirse.

—Eso parece —respondió Josué, levantándose, y, quitándose los guantes, salió de la habitación.

Al cerrar la puerta se escuchó un estruendo. Volvieron a abrirla para comprobar que el cadáver se había desplomado hacia un lado. "Mierda, Esteban, ahora tendremos que explicar esto", dijo Josué. Esteban levantó las cejas con indiferencia.

—Venga, vamos a tomar una caña.

—Pues sí, porque tengo el olor ese en la garganta. A ver si con una cervecita se me quita...

HISTORIA DE AMOR AHOGADO

Él era un poeta,
pero un borracho.

Me colmaba de flores y de aliento ácido.
Me miraba con sus ojos lánguidos y su tez amarillenta.
Me regalaba hermosos versos que recitaba trabado, ininteligible, a trompicones.
Me perseguía por la calle en zigzag, como los leones a sus gacelas.
Me penetraba como las espadas penetran los pechos traidores en las batallas.
Me besaba como al cubito de hielo de su vaso de whisky.
Me nombraba aplastando la cabeza entre los brazos, rodeado de vasos vacíos.
Me lloraba en la soledad de su siempre perdido futuro.

Él me amaba.
Y era un poeta,
pero también era un borracho...
Pero un poeta...
Pero un borracho.

ADIVINANZA

Es grande, fuerte y redondeada, pero si la mueves puede hacerse pequeña y endurecerse hasta convertirse en una partícula diminuta o, por el contrario, agrandarse, fortalecerse y redondearse hasta invadir toda la habitación. Si la miras de reojo antes de moverla parece de color naranja, pero si la miras de frente se vuelve más rojiza. Si le das la espalda se azula y se aclara, pero si al moverla dejas de mirarla a veces se oscurece tanto que acaba siendo completamente negra. Cuando la tomas debes hacerlo con cuidado, pero al mismo tiempo al sacudirla debes ser rápido y bastante brusco, pues de lo contrario su crecimiento te engullirá como un tiburón blanco enfurecido. Las personas que mejor la manejan son las que no advierten su presencia, porque las sacudidas son mucho más naturales y el color en estos casos se aclara hasta volverse transparente. Sin embargo, como un día la descubras y quieras deshacerte de ella entonces tu propia obsesión se volverá contra ti y crecerá hasta hacerte parecer unicelular.

Así es la mediocridad.

SOMATIZACIÓN

Cuando era niño un día vino una doctora al colegio a hablarnos sobre algunas enfermedades que podíamos contraer si no tomábamos las precauciones adecuadas.

En su presentación, con bonitas diapositivas, había una sobre el tétanos —o el tétano, porque tanto lo pronunciaba en singular como en plural, aunque después supe que no se trataba de un plural sino del uso de la etimología griega o latina— con objeto de prevenirnos sobre los efectos de esta enfermedad, en la que aparecía un cuadro de un tal Charles Bell, pintado en 1809 y titulado “Opistótonos”.

En aquel cuadro de colores oscuros, como si de un escenario macabro se tratase, surgía iluminándose un hombre desnudo, de piel clara, que se retorcía de dolor arqueando su cuerpo hacia atrás, rígido, tan rígido que parecía un puente sobre el que poder cruzar al otro lado de quién sabe qué. Aquella postura, junto con el gesto de dolor y horror del hombre, supuestamente moribundo, según explicó la doctora, su propia desnudez y los cuchicheos de mis compañeros, me causó una profunda impresión. La doctora leyó: “Esta enfermedad se caracteriza por la presencia de espasmos musculares intensos e intermitentes y rigidez generalizada, secundarios a la acción de la tetanospasmina, neurotoxina producida por Clostridium tetani”. Después nos explicó cómo se podía contraer a través de una sencilla herida hecha, por ejemplo, al caernos de la bicicleta, y cuáles eran los primeros síntomas, para acabar explicando el terrible final: “El paciente sufre un dolor intenso durante estos espasmos y rara vez pierde la consciencia. La muerte suele ser debida a una parada respiratoria, bien por obstrucción de las vías respiratorias altas durante los espasmos, bien por la contracción continuada del diafragma”. Sentí, al mismo tiempo que la doctora describía aquellos terribles síntomas, todos los efectos que iba explicando. Al acabar, todos los alumnos habíamos ido alzando la voz desde el murmullo hasta el bullicio.

Al llegar a casa conté a mi madre todo lo que nos habían explicado, ya que ella era la única persona capaz de evitarme aquella enfermedad, pues era imprescindible estar al día con las vacunas. Noté en mi madre el gesto del error advertido y comprendí que en algún momento no me la había puesto, lo que significaba que me encontraba completamente expuesto. Busqué corriendo en mis rodillas posibles heridas por las que podía haber entrado aquel microbio asesino; dos costras recientes, del día anterior, me miraban con ironía, despertándoseme de pronto un sudor frío y al mismo tiempo un intenso calor que me subió implacable hasta las mejillas, y de pronto mi sonrisa se volvió rígida —como nos había explicado la doctora, sardónica— y mis manos se arquearon hacia dentro. Sentí cómo se me endurecían los músculos de los brazos y las piernas y caí al suelo, completamente rígido, justo antes de empezar a tener convulsiones mientras sentía un dolor tan intenso que no podía ni gritar (en realidad no podía gritar porque mi garganta estaba tan tiesa como el resto de mi cuerpo, lo que impedía vibrar a mis aterradas cuerdas vocales). En algún momento noté, entre espasmos, como los microbios avanzaban por aquel corredor rígido de las venas de mi cuerpo.

De camino al hospital oía a todos hablando a lo lejos, aunque sabía que me hablaban a mí, pidiéndome calma con cariño y ternura.

Aquel día sufrí mi primer ataque de ansiedad. Sin embargo, esto no nos lo había explicado la doctora.

EL VUELO DEL PLANEADOR

No llevaba ni quince minutos en aquel campo de hierba, recogiendo un poco de hinojo para mis dulces, cuando escuché una especie de zumbido, como si alguien me soplara al oído muy fuerte. Al girarme observé una avioneta, más bien un planeador, de esos aviones con alas larguísimas sin motor que son remolcados hasta el aire y que después de desenganchados vuelan durante un tiempo al azar de la corriente de aire, que se acercaba hacia mí volando bastante bajo. Me giré para mirarlo bien, coloqué mi mano en la frente para tapar los rayos de sol y recordé sin querer a Cary Grant a punto de, como yo, comprender que el avión venía hacia mí y que debía girarme y correr con todas mis fuerzas hasta sentir el silbido tan cerca que me tiré al suelo, igual que él, sintiendo como el avión pasaba encima de mí tan cerca que al pasar me levantó los pies del suelo como si quisieran darle alcance. Me levanté; estaba asustada, no lo puedo negar, ya no pensaba tanto en Cary Grant como en aquel precioso maizal en el que se refugiaba y que yo buscaba a mi alrededor. A mi izquierda, entre hierbas más altas, había una caseta abandonada. Decidí esconderme allí, pues el planeador acababa de girarse y volvía hacia mí de nuevo, lo que realmente me horrorizó.

Mientras corría con todas mis fuerzas —y esta vez logré esquivar, girando bruscamente hacia la izquierda en el último momento, la nueva embestida— pensaba en quién podría querer derribarme y sinceramente no se me ocurría nadie. Hay personas que tienen enemigos y lo saben, pero casi nunca son tan fuertes como para intentar asesinarlos. Yo ni siquiera tenía enemigos de ningún tipo, o al menos no que yo supiera, lo que me producía una intensísima inquietud.

La caseta estaba muy deteriorada. En la puerta había dos ganchos, uno en la hoja y el otro en la jamba, sujetos por un candado, pero la madera de la puerta estaba tan carcomida que un empujón leve escupió aquel candado con los ganchos hasta el suelo. Dentro,  el suelo tapizado de hierba silvestre y algunos aperos apoyados en la pared se entreveían en un claroscuro de grietas por las que pasaban tímidamente algunos rayos de sol. No me atrevía a entrar, pero sentí de nuevo el zumbido del planeador y di un saltito hacia dentro, quedándome allí inmóvil, al borde de la puerta, de espaldas, paralizada. Desde allí pude entre ver por las rendijas de una ventana tapiada por raídas tablas pasar el planeador de largo y volver a ascender como si fuera a prepararse de nuevo para el ataque. Y ahora me preguntaba qué podía hacer, cuál era el siguiente paso, si es que tenía que dar alguno o era mejor esperar a que la corriente de aire impidiera a aquel avión volver a ascender y con suerte estrellarse contra el suelo, pero al mismo tiempo que pensaba en este final sentía el terror de saber que la forma de aterrizar de estos aviones es precisamente estrellándose —patinando— contra el suelo, lo que colocaría a mi supuesto asesino mucho más cerca de su objetivo. De modo que me giré, me asomé desde la puerta, sin llegar a salir de la caseta, y miré hacia el horizonte. El coche estaba tan lejos que apenas asomaba tras los árboles de la carretera. El resto del paisaje estaba repleto de plantas y completamente yermo de cualquier posible presencia humana. No podía pedir ayuda. Miré mi teléfono y comprobé que tampoco había cerca ninguna torreta de comunicaciones, lo que me dejaba sin cobertura. El planeador volvió a silbar nuevamente, y nuevamente volvió a pasar al ras, esta vez de la caseta, y a ascender. La caseta vibró amenazando con derrumbarse en la siguiente pasada. Parada en la puerta, sin saber si mirar hacia dentro o hacia fuera o buscar el planeador entre las nubes y calcular el tiempo que tardaría en recorrer el trayecto hasta mi coche corriendo tan rápido como me permitieran mis asustadas piernas, aún seguía dando vueltas a quién podría ser mi asesino, sin conseguir dar con una respuesta. De modo que decidí salir de la caseta, sin llegar a alejarme de ella, para contemplar lo mejor posible al piloto cuando volviera a pasar al ras, tan cerca que quizá me dejaría ver su desencajado rostro de ojos extremadamente abiertos —se me ocurrió de pronto.

El planeador dio la vuelta de nuevo y volvió a la carga. Yo salí de la caseta y me coloqué frente a la puerta, a un par de metros de esta, lo que impedía a la avioneta atropellarme y al mismo tiempo me permitiría escudriñar el interior de la cabina.

Y exactamente en ese momento, cuando ya se acercaba y comenzaba a descender hasta la caseta, el planeador hizo un giro al tiempo que subía y se marchó por el horizonte. Pasó un tiempo que me pareció una hora en el que no fui capaz de moverme de mi posición, a dos metros frente a la puerta de la caseta. Ni rastro del planeador. Finalmente, mirando todo el tiempo hacia atrás, salí corriendo y llegué hasta el coche, arranqué y me marché de allí.

LA VIUDA IMPOSIBLE

Dicen que hay personas que nacen con mala suerte y ya nunca consiguen eludirla. Ya de niña Bernie miraba a su alrededor y veía princesas envueltas en toda clase de riquezas, en los cuentos infantiles, en las revistas, en el cine o en los alrededores del teatro, y su ambición se dejaba llevar por aquellas imponentes imágenes, mientras maldecía la mala suerte de haber nacido en una familia humilde. Y ciertamente Bernie era una niña tan ambiciosa como malvada, pero ni su ambición ni su maldad eran tan grandes como su mala suerte. Sin embargo, apenas cumplió los diecisiete años su cuerpo se irguió y sus curvas se irguieron también con su cuerpo, de modo que, con sus pequeñas faldas, sus grandes escotes y sus zapatos de tacón alto, paseando frente a los hoteles de cinco estrellas de la Avenida Central, toda ella componía un enorme dispositivo de voluptuosidad. Así fue como comenzó su carrera por conseguir un marido rico que la colmara de todas aquellas cosas que había visto tantas veces tan a lo lejos para matarlo después y disponer así de toda su fortuna a su antojo. Durante años fantaseó con los distintos métodos que podría utilizar para matarlo sin ser descubierta. Elaboró planes que repasaba una y otra vez mientras esperaba en la recepción del hotel al hombre adecuado con el que tropezarse y comenzar su estratagema.

El primero fue George. Era americano y poseía una cadena de restaurantes que no paraba de crecer, hasta el punto de extenderse hacia Europa, lo que había motivado su presencia en el hotel donde había tropezado con Bernie al salir del ascensor, enamorándose perdidamente desde el primer momento. Cuando murió por una absurda caída desde la ventana del último piso al intentar agarrar al vuelo el reloj que se le había resbalado entre los dedos por despiste, apenas a falta de dos meses para la boda, Bernie pensó: “qué mala suerte”. Ni siquiera habían tenido tiempo de firmar un acuerdo prenupcial o algún documento que pudiera servirle para situar aquella fortuna entre sus manos. Y Bernie vio su ambición precipitarse contra el infortunio. Pero después de George vino Manuel, y después Robert, Malcolm, Francisco Javier, Emilio, Gabriel y Armando.

Todos murieron fortuitamente antes de la boda. Todos morían justo cuando aún no había nada que destinara sus pertenencias a su desolada prometida. ¡Todos!

Después de la muerte del octavo, Bernie se sentía agotada. Comprendió que no lo iba a conseguir. Se sentó en uno de los sillones de la recepción con la cabeza entre los brazos. Tenía ganas de llorar, pero no tenía lágrimas. No sentía tristeza o desamor sino pura desesperación. Juan se sentó en el asiento contiguo por pura casualidad y con la misma pureza casualmente se le escapó la cartera de las manos, cayendo sobre las rodillas de Bernie. Así empezó la última historia de amor.

Aunque Bernie pasó todo el tiempo esperando que sucediera, esta vez Juan no murió. El día de la boda llegó y seguía vivo. Llegó el coche a recogerla y todo parecía estar en orden. Llegó la novia del brazo del padrino y entró en la iglesia sin que nadie gritara o interrumpiera el evento con una terrible noticia. Llegó el novio y agarró del brazo a la sufrida madre de Bernie, que se había compuesto con la elegancia y categoría que su hija había escogido para ella. Llegaron los invitados y se dispusieron en los asientos. Llegó el sacerdote y ofició la ceremonia.

Cuando el sacerdote pronunció la ansiada frase Bernie sintió que sus piernas flaqueaban y cayó desmayada al suelo. Todos creyeron que era de la emoción y que por fin se había acabado su mala suerte. Pero cuando intentaron reanimarla comprendieron que no sobreviviría.

Juan quedó viudo nada más casarse. Bernie nunca pudo saber que la había engañado y se encontraba al borde de la quiebra. Gracias al seguro que Bernie le había hecho contratar consiguió salir airoso de sus descomunales deudas. Quizá por ese motivo no había muerto antes de la boda como los demás. Quizá por ese motivo o porque Juan era, sin duda, un tipo con suerte.

EL CORPIÑO

Cuando Giggi entró en la habitación sólo se fijó en aquel precioso corpiño. Era de encaje negro e insertados a largas y cruzadas puntadas llevaba dos lazos de seda de color rosado. Las varillas arqueadas hacia el interior anunciaban el lugar que debía ocupar la cintura. Su firmeza y al mismo tiempo su delicada semitransparencia le daban un aire elegante y al mismo tiempo libidinoso. Era perfecto.

Lo agarró con las dos manos y extendió los brazos frente a sí. Después se lo colocó delante del pecho y se miró al espejo. Durante un rato en el mundo sólo existía aquel corpiño y ella. Comenzó a quitarse la camisa para probárselo, sin dejar de mirarlo, como si al mirar hacia otro lado fuera a desaparecer. No veía nada más.

De hecho, no vio la mesa redonda con aquel precioso jarrón lleno de flores.

No vio la ventana abierta por la que entraba una brisa suave que mecía las cortinas.

No vio el petate arrojado despreocupadamente al suelo, junto a la puerta.

No vio la silla caída hacia un lado de la mesa.

No vio el cuchillo abandonado en el suelo junto a la silla caída, desde cuya mancha salía un reguero de sangre.

No vio el reguero de sangre que acababa en un rebosante charco.

No vio la mano junto al charco de sangre que continuaba en un brazo y éste a su vez en un hombro que se extendía hacia abajo transformándose en una cintura acuchillada, de donde parecía haber brotado aquel rebosante charco, y más adelante en unas piernas abiertas tan inertes como el resto de los muebles; y un hombro que se extendía hacia arriba formando un cuello del que brotaba, inmóvil, la cabeza marchita de su amado y recién asesinado Mark.

Tampoco vio la sombra de una mujer al otro lado de la puerta del W.C.

Ni vio cómo la mujer se agachaba sigilosamente y agarraba el cuchillo abandonado junto a la silla con sorprendente firmeza y determinación.

No vio cómo la mujer se levantaba del suelo cuchillo en mano y abandonando aquel sigilo se lo clavaba en una vértebra, provocando su inmediata pérdida de equilibrio y su inevitable caída.

Ya ni siquiera pudo volver a ver aquel precioso corpiño.

CARNE DE MENDIGO


Me senté enfrente del bar, justo delante del ventanal por el que se veía una de las mesas. Extendí el paño y desdoblé el cartón en el que se leía “TENGO HAMBRE”. Me bajé el sombrero y me coloqué aquella mueca de pena que tenía tan bien ensayada. Me gustaba aquel sitio porque mientras esperaba a que fueran cayendo las monedas me entretenía mirando a la gente que se sentaba en aquella mesa y me imaginaba sus vidas, llenas de lujos, de grandes coches y enormes apartamentos con neveras repletas de alimentos.

Aquel tipo se sentó, levantó la mano mirando hacia la barra y, cuando llegó el camarero, le señaló un plato del menú y ambos cruzaron unas palabras. Las risas entre ellos les daban un aire de confianza que me impulsó a imaginar a un tipo que acudía mucho al bar a comer, por ejemplo porque su esposa era una mujer ocupada y se veía obligado a bajar al bar cuando libraba la cocinera, porque por supuesto en aquel enorme apartamento había una cocinera que libraba un día a la semana. El hombre, como quien sigue un procedimiento paso a paso, abrió su pequeño bolso de mano, sacó una servilleta, la desdobló y se la colocó sobre las rodillas. Después sacó otro paño y con él limpió los cubiertos, la parte superior del plato y la copa. A continuación dobló el paño de nuevo, lo guardó, cerró la cremallera de su bolso de mano y colocó las manos, con el puño cerrado, en el borde de la mesa con delicadeza.

Al rato llegó el camarero con una cerveza. Colocó la copa de cerveza en lugar de la que él había limpiado previamente. Su gesto fue un tanto contrariado, pero después miró la copa y dio un sorbo de la cerveza, volviendo a colocarla exactamente en el mismo lugar de la mesa. Poco después el camarero reapareció con una cesta de pan y un plato con un bistec con patatas. El hombre cabeceó en señal de agradecimiento y volvió a mirar el plato con el mismo recelo con el que había mirado la copa de cerveza. Finalmente, agarró el tenedor y el cuchillo y comenzó a cortar la carne.

Cuando se metió el primer trozo en la boca me entraron ganas de vomitar. Miré mi paño en el suelo, en el que solo había dos monedas, y decidí no seguir mirando comer a aquel hombre para no engañar a mi estómago haciéndole creer que aquella carne tendría un destino al que nunca llegaría realmente, pero por algún motivo no pude hacerlo y volví a mirarlo. El hombre cortó un trozo de carne, se lo llevó a la boca, lo masticó varias veces y después, sorprendentemente, sacó la servilleta que tenía sobre las piernas y se la llevó a la boca como si escupiera el trozo sobre ella, cerró el puño y colocó la servilleta, redondeándola como una bola, sobre la mesa. Sorprendido, pensé que lo que acababa de ver era imposible y que mi estómago, esperanzado, me engañaba con imágenes equivocadas. Pero después el hombre cortó otro trozo, lo masticó e hizo lo mismo, y otro trozo, y otro. Iba dejando la servilleta sobre la mesa, como si envolviera a aquella carne masticada y no tragada, y la pelota cada vez era mayor, hasta que por fin terminó el filete. Entonces agarró la pelota de tela que envolvía aquellos trozos de carne y agachando la mano la dejó caer, probablemente en alguna papelera que yo, desde mi sitio, no podía distinguir. Agarré mi cartón, mi paño y mis dos monedas y lo recogí todo rápidamente. Las monedas no me daban para un café pero de pronto recordé que el día anterior había logrado irme sin pagar y al meter la mano en el bolsillo de la chaqueta di con las monedas que faltaban. Entré en el bar en el momento en el que él pagaba el filete y se despedía del camarero. Tomé la mesa casi asaltándola, bruscamente. El camarero me miró con desaprobación, y yo le sonreí imitando el gesto de aquel tipo. Levanté la mano, dije “un café solo, por favor”, el camarero asintió y se fue a la barra. Me giré: a mi izquierda, en el suelo, estaba la bola de tela con los trozos de filete, no en un cubo, en una papelera o cualquier otro recipiente, sino sencillamente tirada en el suelo. Agarré la servilleta, miré a mi alrededor; nadie se había dado cuenta. Metí la mano entre las arrugas de la tela hasta tocar uno de los trozos de carne, que extraje y me metí en la boca corriendo. Poco a poco fui, disimuladamente, comiéndome todos los trozos de carne, hasta que terminé. Apenas tenían sabor, pero mi cuerpo no dejaba de agradecérmelos. Cuando acabé me tomé el café, aproveché un descuido del camarero y me marché sin pagar.

Me llevé la servilleta.

EL COLOMBICIDA


El patio estaba apestado de palomas. Esto era un hecho que los vecinos parecían eludir, pero muy evidente por sus inconfundibles y corrosivas huellas; había teñido de blanco los troncos de los árboles; ensuciaba una y otra vez las coladas vecinales; había salpicado el suelo de excrementos mezclados unos con otros de tal forma que el patio parecía una enorme alfombra de huevos fritos; pero, sobre todo, se escuchaba un constante arrullar que irritaba los ánimos. Por eso cuando empezaron a aparecer las palomas muertas ningún vecino pareció molestarse, antes bien se sintieron aliviados por haber encontrado, al fin, a alguien con la suficiente sangre fría como para decidirse a eliminarlas.

Todos los días el patio amanecía con una hilera de palomas muertas, colocadas en fila, como si el asesino las hubiera alineado al igual que se alinean los condenados ante el pelotón de fusilamiento. Nadie había visto nada, nadie había escuchado ningún ruido; en algún momento de la noche el asesino, furtivamente, las colocaba allí y se marchaba. Parecía imposible que en aquel patio al que daban las ventanas de seis portales con diez viviendas en cada uno, esto es, un total de sesenta viviendas, nadie hubiera visto nada. Cierto es que tampoco habían establecido turnos u organizado algún tipo de plan para atrapar al colombicida, puesto que todos los vecinos, en el fondo, simpatizaban con él.

Las palomas fueron desapareciendo, a razón de unas ocho o diez diarias, hasta que ese número comenzó a descender: cinco, cuatro, tres, dos, pues ya no había palomas suficientes para aniquilar. Un día solo apareció una paloma; al día siguiente, todo el vecindario se reunió escandalizado: en vez de palomas aquella mañana amanecieron los dos gatos color canela de Rosita, la vecina del portal 4, y el pequeño yorkshire de la solitaria mujer del 3 con la que nadie recordaba haber hablado nunca. La confusión fue grandísima; los vecinos gritaban y hacían aspavientos sin decidir qué acciones tomar y, al mismo tiempo, miraban a los demás buscando su culpabilidad. Finalmente decidieron establecer una vigilancia para atrapar al asesino. Alguien llevó café para los elegidos. Diez vecinos estuvieron toda la noche asomados a sus ventanas en espera del momento decisivo; diez vecinos de los cuales ocho cayeron profundamente dormidos, tras haber tomado café descafeinado mezclado con somníferos, al pie de la ventana, mientras que, de los dos que quedaban, el único que no había tomado café, insomne, era asesinado por el otro, quien lo colocaba en el centro del patio junto a un bull terrier de color blanco con una mancha oscura en el ojo derecho, un siamés, un periquito y el bebé de la vecina del portal 1, segundo B.

EL PUNTO ROJO (según una idea original de Pedro Díaz)

Un poco después de comenzar a producirse el fenómeno comenzó también el debate sobre su origen. Una parte de los ciudadanos conjeturaba sobre una trama gubernamental para establecer un control sobre la población; otra decía tratarse de una reacción circunstancial. Pero, puesto que el origen de los acontecimientos había sido provocado —como se concluyó tras la investigación— mucho antes, la tendencia mayoritaria fue creer en la fatalidad. Fue el investigador De Torres quien estableció el origen de aquella reacción química en el paso de la famosa vacuna triple vírica a la cuádruple al agregar a aquella, cuando fue descubierta, la protección contra el virus del sida. Finalmente se hicieron las pruebas en animales, como es costumbre desde tiempos remotos, y se comprobó que la reacción se producía, principalmente, al mezclarse el antígeno Marxs-B2 contra el virus del sida con la producción espontánea de oxitocina en grandes cantidades. Lo cierto es que una pequeña glándula, descubierta a partir de las primeras reacciones en adultos, situada en la frente, algo más arriba de la nariz, se inflamaba enormemente al producir oxitocina, y dicha inflamación enrojecía esa parte de la frente, lo que mostraba un redondo punto rojo. Esta reacción duraba aproximadamente veinticuatro horas, momento tras el cual volvía a su tamaño original, apenas perceptible con un microscopio de quinientos aumentos, y perdía el tono rojizo, quedando la frente completamente restablecida, sin señales ni signos que denotaran una presencia anterior.

Poco después, el descubrimiento de su origen dio lugar a las suposiciones, de tal modo que, puesto que cuando una persona había producido oxitocina en cantidades suficientes aparecía aquel punto rojo, cualquiera podía saber si alguien había producido esa hormona en las últimas veinticuatro horas con solo mirarle la frente. Puesto que la oxitocina es una hormona que se produce únicamente en un entorno sexual, podía deducirse fácilmente que cualquier persona con un punto rojo en la frente había tenido relaciones sexuales en las últimas veinticuatro horas, salvo las madres recientes, pues ellas llevaban ese punto rojo durante toda la lactancia, ya que el contacto del bebé con el pezón materno también desencadenaba la producción de esta hormona.

La consecuente reacción inicial de la población fue taparse la frente, puesto que de este modo se evitaban las bromas, las indagaciones, los celos, envidias, reprimendas, decepciones, ilusiones, petulancias, etc. Esto provocó una nueva moda de cintas, gorras, sombreros, pañuelos o diademas que escondían la evidencia a los demás, lo que generó una nueva parte íntima del cuerpo: el punto rojo, también conocido como “glándula de Rensel” o sencillamente “rensel”, nombre heredado del de su descubridor.

Las parejas tuvieron que inventar nuevas formas de infidelidad, de tal modo que para poder tener relaciones sexuales con sus amantes tuvieron que mantener, en el mismo día, esas mismas relaciones con sus esposos, lo que primero provocó una lluvia de apasionados orgasmos matinales, seguida de una segunda lluvia de orgasmos nocturnos, entre las que se intercalaba el orgasmo más buscado, el orgasmo infiel, el orgasmo prohibido.  Los esposos celosos, para evitar esta actitud de insaciable deseo sexual, por otra parte tan sospechosa, comenzaron a castigar a sus esposas con la abstinencia, lo que hacía que ellas a su vez se vieran obligadas a castigar a sus amantes y ellos a su vez, al perder la necesidad de justificarse, castigaran a las suyas, lo que provocó una segunda ola de sequía sexual tan atroz que en las ciudades se formó un enorme silencio de suspiros y gritos de placer, únicamente interrumpido por el llanto de los amantes desesperados. Un grupo de célibes miembros de una comunidad religiosa comenzó a quitarse el sombrero, no precisamente para expresar admiración, ni por elegancia, ni siquiera por reverencia divina, sino para demostrar su inflexible respeto a las reglas de su comunidad. A continuación todos los que no tenían punto rojo en su frente comenzaron a despojarse de la prenda, de modo que esta dejó de tener sentido, puesto que era lo mismo taparse que descubrirse, dado que las personas tapadas eran, supuestamente, quienes tenían el “rensel” en su frente. Sin embargo, esto no era realmente así, pues había personas que se dejaban puesta la prenda para aparentar tener ese punto rojo, sin tenerlo realmente, para evitar la burla, el bochorno, el rechazo, la soledad. Esto empujó a los que sí lo tenían a descubrirlo, ante la indignación popular, pues aquel punto rojo se había convertido, con el tiempo, en algo tan pudoroso como un pecho de mujer o un pene masculino.

Fue el propio De Torres quien abrió una clínica en la que se extirpaba, sin dejar marcas, la glándula de sus pacientes, cuya utilidad nunca llegó a establecerse, acabando finalmente con el problema, no sin ciertos conflictos, tanto con las autoridades como con las parejas: el divorcio aumentó ese año en un ciento sesenta por ciento.

Esta mañana se ha comunicado la desaparición definitiva del virus del sida en el mundo. A partir de mañana no será necesario vacunar a los niños con la cuádruple vírica, por lo que se volverá a inyectar la triple. Eso erradicará, en consecuencia, el famoso punto rojo del planeta.

Aún hay personas que tienen el punto rojo en su frente; por discreción y respeto a los demás se lo tapan con una bonita cinta de color o un gorro. En el verano lo sustituyen por lindos abalorios y joyas que se adhieren fácilmente a la frente y resisten la humedad y el calor. Cuando pasan por la calle todo el mundo las mira.

Madeleine se mira al espejo y sonríe. Entre las prostitutas es todo un símbolo de calidad.

De Torres fue asesinado ayer en la puerta de su clínica de un tiro en la frente. Irónicamente, la marca del disparo en la frente del cadáver no era otra cosa que un punto rojo.

EL MOTOR DE DOS TIEMPOS


Entramos en tu casa. Íbamos envueltos en una ansiedad que nos apartaba las paredes, los muebles, las puertas, las esquinas. Caminábamos sin luces entre obstáculos que nos importaban una mierda mientras nos íbamos quitando la ropa como si apartáramos las plantas de una poblada selva a golpe de machete. Te tapé la boca, no sé por qué, quizá estabas haciendo demasiado ruido, y como a una muñequita te agarré bajo la cintura y te levanté mientras entre susurros te preguntaba: “¿hacia dónde?”. Tú señalaste con la mano una puerta que había detrás de ti, a la derecha, apenas un hueco algo más oscuro que el resto de la habitación. Me dirigí hacia allí contigo en brazos; quité la mano de tu boca y puse la mía, sintiendo tu lengua tan húmeda, tan inmensamente húmeda, que me sobrevino una fuerza descomunal y, llevándote aún en brazos, me permití sujetarte apenas con una sola mano mientras con la otra me iba bajando los pantalones y con el pie empujaba la puerta hasta sentirla abierta, entraba en la habitación y te dejaba caer sobre la cama. Cuando caíste quise adivinarte entre sombras, tan suave, tan curva, tan sensual, que por un momento creí que mi erección llegaría hasta el piso de arriba e imaginé mi pene golpeando el techo. Entonces, justo cuando me echaba sobre ti, lo hiciste. Dijiste: “espera, espera” y paraste todo ese motor que habíamos puesto en marcha los dos, pero que por algún motivo que desconozco tú podías parar sin esfuerzo mientras que yo apenas podía controlarlo lo suficiente como para detenerme un instante y seguir, y tú “espera, espera”, dale con la palabrita, y “¿qué pasa?”, te pregunté mientras te besaba el cuello, bajaba por tu escote y descubría que no te habías quitado ni siquiera la camisa, que lo que yo creía que era un turborreactor se había convertido de pronto en el renqueante motorcillo de una cortacésped, y tú “¿no vamos un poco deprisa?”, como hubiese una velocidad correcta, y yo escuchaba tus palabras como se escuchan las pedorretas del motor de la cortacésped detenida en medio de un enorme campo de hierba, y “no pares ahora”, te dije, “por favor”, te supliqué, pero tú te sentaste en la cama y en ese momento supe que no iba a suceder. Te levantaste —yo, impulsado por tu propio impulso, me levanté también—, fuiste hasta la puerta, encendiste la luz; allí, de pie, con los pantalones en los tobillos, me sentí un poco ridículo. Tú volviste a la cama y te sentaste en ángulo recto, lo que indicaba que estaba a punto de comenzar una conversación filosófica en la que no tenía ganas de participar. Me subí los pantalones, te dije “espera un momento, ahora vuelvo”, salí de la habitación, fui atrapando por el camino hacia la puerta de la calle todo lo que me había ido quitando al entrar, abrí la puerta, salí, me vestí con furia, cerré y me senté en el suelo, a la puerta de tu casa, para masturbarme. Compréndelo, necesitaba masturbarme y de pronto me pareció que dejar aquella mancha en tu felpudo era mi digna venganza.

Afortunadamente no pasó ningún vecino.

LA DISYUNTIVA

Flint se cayó al suelo de bruces. Íbamos andando los cuatro, a paso más o menos ligero, sin llegar a correr; teníamos prisa porque Jacinto se había dejado, supuestamente, la llave del gas abierta y eso le angustiaba hasta tal punto que sin darnos cuenta nos había envuelto en su propia preocupación. Cuando Flint cayó todos nos quedamos mirándolo paralizados por la sorpresa. Por fin Sara reaccionó y se echó hacia él para ayudarlo a levantarse. Jacinto y yo nos miramos y a continuación miramos a Sara; Flint no se movía. De pronto apareció un charquito de sangre bajo su boca. Sara nos miró con cara de pánico y el gesto fue contagioso porque tanto todos nosotros como la gente que se estaba parando a nuestro alrededor teníamos la misma cara. Sara salió corriendo hacia la calle, como buscando una ambulancia entre los coches que pasaban; Jacinto se acercó a Flint y le puso la mano en el cuello para tomarle el pulso, que no lograba encontrar. Yo miré a mi alrededor y me di cuenta de que los ocasionales espectadores me estaban mirando como si hubiese llegado mi turno de actuación, de modo que busqué en mi bolsillo, saqué el teléfono y marqué el número de emergencias. Aún no habían descolgado cuando por fin Flint comenzó a moverse. Jacinto gritó llamando a Sara mientras él se incorporaba y escupía sangre frotándose la mandíbula. Escupió, entre la sangre, unas cuantas blasfemias y finalmente se levantó. Jacinto parecía preocupado por él pero no paraba de mirar hacia delante, como si repasara mentalmente el camino hacia su llave del gas abierta. Sara hizo un chiste y reímos un poco. El público fortuito se diluyó y yo, para no comprometer a Jacinto, dije: “vamos, continuemos, que Jacinto está preocupado”. Echamos a andar de nuevo, algo más despacio. Jacinto iba caminando como caminan los perros cuando acaban de salir a la calle, tirando de la correa, mirando hacia atrás a la busca de una complicidad que no hallaba porque Flint no estaba bien, había palidecido y caminaba alicaído, con los hombros apuntando hacia el suelo, y Sara lo agarraba del brazo preocupada, de modo que poco a poco se estaban deteniendo. Yo dije: “venga, que ya casi estamos” y en ese momento sonó una fuerte explosión. “¡Mierda, mierda, mierda, mierda!”, gritó Jacinto y salió corriendo. Le seguimos más despacio. Cuando llegamos al portal había un enorme agujero en la fachada de su casa y el caos reinaba en la calle. Yo no sabía adónde mirar, porque en ese momento Flint perdió el conocimiento y cayó al suelo sin que el impotente brazo de Sara pudiera impedirlo.

CANCIÓN DE CUNA PARA SUEÑOS CORTADOS


Después de una temporada envuelto en tremendas pesadillas, el día en que se despertó antes de que su pesadilla alcanzase ese momento en el que el sobresalto nos salva de morir de terror se sintió mucho mejor. Desde ese día todos sus sueños se cortaban justo a la mitad. Le pareció una buena solución a sus problemas y no le dio importancia, pero más adelante comenzó a sentir curiosidad por saber lo que no estaba soñando. Entonces comenzó a tomar píldoras para dormir con la esperanza de continuar soñando aun a riesgo de que el final fuese, como había sido en los últimos meses, otra pesadilla. Pero fue en vano, siguió despertándose a la mitad de cada sueño. Cada vez le costaba más volverse a dormir; intentaba retomar el sueño por donde lo había dejado al despertar, repasaba todo lo que recordaba para que el sueño volviera a entrar espontáneamente en su cabeza, una y otra vez, pero era imposible, no ocurría nada. Y fue aumentando la dosis de pastillas hasta que un día por fin logró dormirse completamente.

En la callejuela varias mujeres conversaban apoyadas junto a la puerta de un bar. Por sus enormes pechos sobresaliendo de sus grandes escotes se imaginó que eran prostitutas. Entró en ese bar, pidió un whisky con hielo y se sentó en la barra. Era el único cliente allí. Una de las mujeres que había visto en la puerta entró, se sentó junto a él, pidió una copa, lo miró sonriente y le dijo: “¿me invitas?”. Él asintió con la cabeza. La mujer se tomó la copa de un trago y pidió otra. Él la miraba. Ella acercó su mano al cuello y le pasó el dedo por la nuca. “¿Cuánto?”, dijo él. “Qué importa el dinero, chato, estoy segura de que podrás pagarlo”, dijo, y le agarró de la mano tirando de él hacia dentro del bar, metiéndose por una puerta que daba a un pasillo con unas escaleras que al subir llevaban a otro pasillo lleno de puertas. Pasó delante de dos o tres habitaciones abiertas; en una de ellas, una mujer que se ajustaba las medias sentada en la cama lo miró y le tiró un beso. Siguieron hasta casi el final del pasillo para entrar, finalmente, en una de las últimas alcobas; nada más entrar, la mujer se abrió la camisa y de ella surgieron unos enormes pechos. Se acercó a él y metió su cabeza entre ellos. “Ven aquí, mi pequeñín, mamita te canta una nana para que duermas y ya no despiertes más... La, la, la, la, la, la, la, la, la, la, la, la, la...”.

EL HOMBRE DEL LADRILLO


Andando por la calle, como cualquier otro, entre mujeres que iban a hacer la compra semanal, adolescentes que se empujaban unos contra otros, hombres serios trajeados siempre con prisa hacia alguna parte, parejas de la mano o jóvenes desaliñados paseando al perro, caminaba el hombre del ladrillo. Era un hombre de unos cuarenta años, de pelo grasiento, algo sobrado de carnes, con un enorme vientre; su rostro, redondo, dejaba caer una leve papada sobre la que crecía la barba apenas afeitada hacía algunos días. Llevaba un pantalón de peto de algodón, vaquero, con una camisa de color verde que desentonaba con el conjunto, pues se veía claramente que era de calidad; probablemente la había comprado para asistir a algún acto importante, una boda o un bautizo, y tras verla apolillarse en el armario por la falta de uso había decidido utilizarla para sus quehaceres habituales como si de una camisa sencilla se tratase. Los pantalones terminaban bastante antes que su cuerpo, es decir, le quedaban pesqueros. Al andar, con aquellas botas de trabajo de suela gruesa de goma, el borde de sus pantalones bailaba de un lado a otro sin encontrar oposición, como si flotara sobre los pies. Su paso era firme y decidido. En la mano derecha, agarrado por un lateral, llevaba un ladrillo. Era un ladrillo corriente, arcilloso, perforado con tres filas de redondos agujeros; había metido uno de los dedos en el primer agujero de la fila central y así era como lo llevaba sujeto.

No sabría explicar por qué decidí caminar tras él; de pronto me entró la curiosidad de saber adónde iría un hombre con un ladrillo en la mano, de modo que comencé a caminar detrás de él disimuladamente, aunque el hombre en ningún momento hizo ademán de haberse dado cuenta, ni siquiera giró la cabeza una sola vez. El hombre continuó caminando por la avenida hasta llegar a una pequeña calle por la que giró a la derecha. La calle estaba en cuesta; casi a la mitad de esa cuesta se abría otra pequeña calle, también a la derecha, por la que se metió, obligándome a apretar un poco el paso para no perderlo. Al girar la calle no había nadie. Parecía como si se lo hubiera tragado la tierra. Eché a andar igualmente, buscando el sonido de una puerta cerrarse para encontrar el portal por el que había entrado, pero no se oía absolutamente nada. Había un enorme silencio allí sobre el que solo se escuchaban mis pasos golpear la acera. Había caminado un tramo cuando vi un entrante, como si una nueva calle se abriera a la izquierda, y decidí acercarme. No se trataba de una calle, ni siquiera de un callejón, sino de un entrante hecho en el edificio por un mirado arquitecto que quiso idear un lugar en el que tender la ropa con discreción, evitando deslucir la calle, lo que por otra parte había sido prohibido hacía tiempo en un bando del Ayuntamiento. Cuando me asomé ahí estaba el hombre, apoyado en la pared, con el ladrillo en la mano, mirándome. Me asusté, pues no esperaba ese encuentro, y di un paso hacia atrás. El hombre me miraba sin cambiar su gesto adusto ni siquiera hasta comprobar que solo se trataba de un pobre curioso, conque tuve que esforzarme para pronunciar algún tipo de excusa que suavizara de algún modo aquella mirada. “Perdone que le haya seguido; únicamente me intrigaba, quiero decir que me había llamado la atención, no sé, me sentí empujado a seguirle para preguntarle, pero le juro que no hay nada malo detrás, no tengo intención de hacerle nada, pero es que... ¿Por qué lleva usted un ladrillo en la mano?”.

Sin mediar una sola palabra, el hombre alzó la mano y golpeó fuertemente mi cabeza con el ladrillo. Caí al suelo, dolorido, sin apenas voluntad para huir; entonces el hombre, aún más enfurecido, comenzó a golpearme una y otra vez con aquel ladrillo en la cabeza. Desde mi posición podía ver saltar trozos de ladrillo por los aires, reventando en pedacitos que volaban a mi alrededor, y pude escuchar el crujir de mi cráneo también reventado, sentir el calor de la sangre brotar de mi cabeza para derramarse por el suelo, mezclándose con el polvo de arcilla desprendido del ladrillo, formando un enorme charco de barro enrojecido.

El hombre se giró y echó a andar. Lo vi alejarse, apenas un momento antes de perder el conocimiento, y me fijé en su mano, en la que ya no llevaba nada.

LA (INVENTADA) LEYENDA DE LAS ESTRELLAS FUGACES

Cuentan que hace muchos muchos años no existía la noche, pues Lampsé, diosa de la luz, lo iluminaba todo con sus estrellas. Pero un buen día Lampsé tuvo un precioso bebé, al que llamó Ocaso. Ocaso crecía sano y feliz, pero era hijo único y se aburría, de modo que constantemente reclamaba las atenciones de su madre. Esta, cansada de interrumpir sus labores habituales, un día le prestó una estrella para que jugara. El niño la agarró, la miró y a continuación la tiró hacia su madre; la estrella dejó un rastro de luz y finalmente se apagó. Entonces Lampsé le dio otra estrella y el niño repitió el juego de nuevo.

Un día Lampsé, creyendo que no la tiraría, le dio la estrella más grande que tenía: el Sol. Pero Ocaso la tiró igualmente, incluso más lejos que las otras, de modo que se perdió en el horizonte. Lampsé tuvo que ir a buscar el sol, dejando al mundo sumido en una terrible oscuridad. Cuando lo encontró por fin, lo ató con un hilo invisible para que, si su hijo volvía a tirarlo, solo tirando del hilo volviera el sol a salir de nuevo. Desde entonces el sol sale y se pone todos los días.

Dicen que en los días de verano Ocaso está más inquieto y aburrido y Lampsé le da muchas estrellas pequeñas para entretenerlo. Y por eso hay lluvias de estrellas en algunas noches de verano.

EL VAMPIRO DESDENTADO


Ocurrió, como ocurre tan habitualmente en este mundo, que a Zahn Versteck, el vampiro de Hildesteim, le sobrevino una terrible gingivitis. Poco a poco los dientes se le fueron cayendo, y no habría supuesto un problema demasiado grande, salvo por el desembolso económico que origina la visita al dentista, si no se hubiese tratado de un vampiro, de modo que, cuando cayeron sus afilados colmillos, no tuvo valor de pedir a su dentista un implante de colmillos largos y afilados aunque, en los tiempos en que esto sucedió, existía entre los jóvenes la moda, provocada por la publicación de un best seller sobre vampiros enamorados, de colocarse unas fundas especiales. De todos modos, nadie habría podido afilar sus colmillos lo suficiente para hacerlos útiles a sus propósitos, que no eran otros que uno solo: comer. Y además, nunca habrían sido retráctiles, lo que le habría impedido seducir al tipo de mujer que adoraba, dejándole solo libres para sus antojos a muchachas que ya eran víctimas de la moda vampírica, mujeres vestidas de negro con grandes ojeras oscurecidas y pintalabios amoratados.

Zahn Versteck anduvo varios días ayunando contra su voluntad hasta que tuvo la idea que lo salvó. Aun así, tuvo que vagar más de un mes, mientras perfeccionaba su nuevo instrumento, cortando los cuellos con su navajita, lo que le desagradaba enormemente, pues era una carnicería y, por más cuidado que ponía, la sangre se precipitaba a más velocidad de la que le proporcionaba su antaño inconfundible mordisco. Además, por algún motivo no se producía el contagio, lo que le resultaba terriblemente molesto, pues no le confería a su ataque un lado positivo, ya que la víctima moría sin más y desaparecía para siempre.

Por fin llegó el día de la prueba. Todo estaba a punto. Zahn Versteck entró en el bar; miró a su alrededor y descubrió a una mujer preciosa en una mesa junto a la puerta que charlaba animadamente con dos amigas. Al pasar por delante de ella sonrió, con esa sonrisa que él conocía tan bien y había practicado tantas veces, esa sonrisa que atrapaba a las mujeres. Fue a la barra y pidió, a modo de inspiración, una copa de vino tinto. La mujer no tardó en levantarse y pasar de nuevo delante de él, de camino a los lavabos. Esta vez los dos se sonrieron y él supo que ella ya no volvería a sentarse en la mesa.

Una palabra siguió a otra; un dedo tocó a otro; una sonrisa se encadenó a la siguiente; un gesto anidó en otro gesto. Cuando salieron del bar ya iban agarrados de la cintura. Ella se dejó acompañar a casa, lo invitó a pasar, a sentarse, a tomar un trago. El licor le dio la calma que ya estaba necesitando, pero aun embriagado por sus vapores no podía evitar una cierta náusea que le producía la ansiedad de saber que le quedaba ya muy poco tiempo para probar, por fin, su invento.

Se acercó a besarla; mientras, de su mano izquierda surgieron, como por arte de magia, dos dedos tapados con sendos dedales que él se había cuidado muy bien de esconder y, con la otra mano, los extrajo suavemente de sus dedos, mostrando unas uñas enormemente afiladas como agujas, acabadas en una punta tan fina, limadas con tanto escrúpulo, que bien parecía una perfecta obra de artesanía. La tensión de ver el momento acercarse curvó sus dedos como garras de un águila a punto de caer sobre su presa.

En muchas ocasiones había esperado a satisfacer esas otras necesidades, las puramente sexuales, antes de dar su golpe de gracia, su mordisco letal; aquel día la impaciencia no le permitía soportar la espera, de modo que tras el primer beso, disimuladamente, fue desviándose hacia su cuello, besándola tiernamente, al tiempo que colocaba sus dedos como se coloca el banderillero delante del toro, erguido, con los brazos en alto, para asestar, finalmente, su golpe certero clavando las dos uñas en su cuello. Ella abrió los ojos con inevitable gesto de terror, pero a continuación se sintió desfallecer, invadida por una languidez apacible que la debilitaba dulcemente, mientras Zahn absorbía con ansiedad su codiciado brebaje, feliz, extasiado, incansable hasta agotarla. Parecía un juguete que se iba desinflando lentamente, dejándose caer, inerte, contra el respaldo, con la cabeza hacia atrás, los brazos caídos, los pies arrugados como se arrugan los pies de los inválidos. Cuando acabó se dio cuenta de que le dolían los labios y sonrió con gesto pícaro. Ella yacía en la silla, aparentemente muerta. Entonces él se sentó frente a ella y esperó. Pasaron dos, tres, quizá cuatro horas, sin que ella hiciese el menor movimiento. Zahn comenzaba a dudar de que su nueva forma de ataque tuviese efecto para contagiar a sus víctimas cuando, de golpe, ella abrió los ojos.

Zahn se levantó y salió de allí sin esperar a que ella despertase del todo. Ni siquiera reparó en la mirada enamorada que ella le regaló desde la ventana al verlo alejarse. Estaba muy ocupado mirándose las uñas con gesto triunfante.

EL PIANO


Un extraño ruido la despertó. Parecían golpes, pero eran golpes musicales, es decir, al mismo tiempo que el estruendo característico del golpe sonaban notas que vibraban en el aire durante diez o veinte segundos. La calma que siempre había en el patio al que asomaba su dormitorio había sido interrumpida por aquel ruido tan sorprendente, de modo que se levantó de la cama y fue a asomarse. En el edificio de enfrente se veía el movimiento característico de una mudanza: gente que cuando subía pasaba por las ventanas de la escalera con todo tipo de enseres y al poco bajaba con las manos vacías. Arriba, llegando ya casi al penúltimo piso, pudo ver el origen del ruido: alguien estaba subiendo un piano sin tener ningún cuidado.

Carolina salió disparada escaleras abajo y cruzó el patio como si el piano fuera suyo. Al llegar arriba encontró a los dos empleados de la casa de mudanzas, sudorosos y hastiados, empujando el piano con una brusquedad que casi parecía odio. Rápidamente comenzó a dirigir sus movimientos con gritos y órdenes; los empleados, aun sin conocerla de nada, la obedecían, pues el tono de su voz hacía pensar en ella como propietaria del instrumento. Cuando por fin entraron en la casa y lograron colocar el piano donde ella les indicó, respondiendo a un categórico “¡Fuera!” de ella huyeron por las escaleras.

Durante casi media hora, sentada en una caja de cartón, Carolina tocó. Todo el vecindario se dejó envolver por la música. Hubo un instante en el que la vida parecía haberse paralizado en espera de un movimiento final. Después, la dueña de la casa llegó, encontró a los empleados fumando en el portal, les gritó y, alertada por sus explicaciones, subió a averiguar qué estaba sucediendo. Carolina oyó las voces acercarse por las escaleras y comenzó a tocar más fuerte, pero las voces iban aumentando de volumen y por más fuerte que ella tocara comprendió que estaban a punto de aparecer por la puerta. Justo cuando subían el último tramo de escaleras, el último peldaño, casi asomando uno de los pies de la dueña por la entrada, Carolina tuvo una inspiración, dio un salto hasta la puerta y se la cerró de golpe en las narices.

Aún tocó media hora más hasta que la policía, ayudada por un cerrajero, logró entrar en la casa y sacarla de allí para llevársela detenida. “En su comisaría no hay piano, ¿verdad?”, les preguntó Carolina riendo.

LA FORJA DE UN ASESINO

En el supermercado se sentía extraño, fuera de su hábitat, incómodo, de modo que nunca iba a comprar. Pero Jenny llevaba casi un mes sin ir a trabajar, convaleciente tras una operación de útero sobre la que no había querido conocer más detalles sino aquella desagradable consecuencia. La casa estaba desordenada y sucia y su nevera casi vacía. Llamó a la casa interesándose por su estado. Mierda, aún le quedaba otra semana como mínimo. Le mintió diciendo que estaba bien, que se había organizado para sobrevivir sin ella, y le hizo prometer que volvería cuanto antes. Ya llevaba varios días pidiendo comida por teléfono y estaba harto. De modo que finalmente decidió ir a comprar al supermercado.

Como no sabía por dónde empezar, decidió seguir a una de las mujeres que acababan de entrar y hacer la misma compra que ella. Después ya se le ocurriría cómo preparar esos alimentos para hacerlos realmente suyos. De modo que ahí estaba él, con aire disimulado, detrás de la mujer, escogiendo cada producto idéntico al que ella escogía. Al principio la mujer no reparó en su presencia, pero al cabo de un rato comenzó a mirarlo con desconfianza. Él miraba hacia otro lado y fingía interesarse por cualquier producto que tuviera enfrente. Poco a poco la mujer fue alterando su gesto, que pasó de distraído a aterrorizado. Finalmente fue a la caja, casi precipitándose, probablemente olvidando algo, y él, más impaciente por acabar de una vez que por ser descubierto, se colocó tras ella, visiblemente alterada, con el rostro enrojecido y las manos temblorosas. Nada más pagar, como si hubiera escuchado el disparo de salida de una maratón, dio un salto y se alejó a la carrera. En ese momento fue cuando, por algún motivo, él sintió ese deseo de continuar con su idea más allá de su origen, que era sencillamente hacer la compra, para comenzar una persecución. Pagó y salió detrás.

La mujer caminaba a toda velocidad con sus bolsas, mirando hacia atrás constantemente. Corrió un poco para no perderla, pero no se molestó en camuflarse. Le importaba muy poco que ella se hubiera dado cuenta de lo que estaba haciendo y sintió una extraña excitación al leer en su rostro al asesino que ella estaba imaginando. La mujer dobló la esquina; él corrió hacia ella para no perderla y al llegar pudo ver como se cerraba la puerta de un portal.

Llegó a tiempo de meter el pie y evitar que la puerta se cerrara. Dentro, la mujer, mirando hacia la puerta, llamaba compulsivamente al ascensor. Cuando él entró, ella soltó las bolsas, que se estrellaron contra el suelo, dejando un eco de vidrios rotos. Estaba paralizada por el terror y eso aumentó su excitación más allá de lo imaginable. El ascensor paró y se abrieron las puertas. Ella lo miraba a él sin atreverse a nada; entonces él la empujó hacia dentro y entró tras ella con sus propias bolsas, dejando las de ella en el suelo. La puerta del ascensor comenzó a cerrarse, pero él puso el pie y le preguntó, rotundo: “¿Piso?”. Ella tartamudeó: “Se... seis”. Pulsó el botón y el ascensor comenzó a subir. Dejó las bolsas en el suelo suavemente, se acercó a ella y pulsó el botón de parada. Ella se sobresaltó, pero no dijo nada. Él se acercó y la besó en la boca; ella cerraba los ojos como si alguien estuviera a punto de estallar un globo a su lado. Sin dejar de besarla, rodeó su cuello con las manos y empezó a apretar fuertemente. Ella empezó a toser contra su boca. Eso le excitaba aún más. Siguió apretando y ella subió las manos y le agarró de las muñecas como si quisiera apartarlo, pero suavemente, sin fuerzas.

Cuando ella soltó el último aliento él se dio cuenta de que había tenido una erección y ahora el pantalón estaba manchado. Al salir, tuvo que taparse los pantalones con las bolsas de la compra.

EL FRAILE Y LA DEVOTA


El fraile retiró la capucha de su casulla y entonces ella pudo ver su rostro. Jamás había visto un hombre tan hermoso. No pudo evitar quedar perdidamente enamorada de él y, como no podía ser de otra forma, su devoción aumentó infinitamente, negando aquel otro sentimiento para desviarlo hacia un profundo sentimiento de fe.

Pero en sus sueños siempre pensaba en el fraile llegando a su celda por la noche, quitándose la casulla y descubriendo ante ella un irresistible cuerpo rebosante de pecado. Y, por más que intentaba evitar este pensamiento, al que cada vez añadía detalles que lo hacían más pecaminoso, su imaginación era tan poderosa que despreciaba sus peticiones. Un buen día se le ocurrió que quizá aquel incontrolable deseo se extinguiera si conseguía ver en la vida real, tal y como ocurría cada noche, las imágenes que su mente aderezaba con tanto gusto, pues puede que entonces viera un discípulo de Dios, un siervo de Él, con mayúsculas, y eso acrecentaría aún más la fe que sentía cuando lo miraba. La decisión estaba tomada, pero no sabía cómo lograr su propósito, pues la idea de explicárselo al fraile la hacía sentir tan agitada que ni siquiera se atrevía a continuar pensando en hacerlo y mucho menos aún ponerlo en práctica. Por ese motivo tuvo la idea del viaje a Roma. Se le ocurrió que le sería más sencillo, sabiendo cuál era la habitación del fraile, llamar en la noche y, una vez dentro, inventar cualquier excusa que su magnificada fe sin duda convertiría en revelación divina.

Tuvo suerte, pues el fraile fue uno de los primeros en sumarse a la iniciativa. Como se trataba de un viaje que cualquier católico deseaba hacer al menos una vez en la vida, pronto tuvieron un grupo lo suficientemente numeroso para buscar descuentos y ofertas que abarataran el proyecto.

Sin ánimo de aburrir a los lectores con los preparativos del viaje o el desplazamiento mismo, saltaré desde todos los días que transcurrieron en esas actividades hasta la noche en que Leonora, que así se llamaba la devota mujer, decidió entrar en la habitación de Manuel, el fraile. Únicamente aclararé que, para no tener que llamar a la puerta e importunarlo, esto es, para evitarse una explicación que no sabía si su fe, magnificada o no, podría inventar, le había quitado la llave de la habitación en un descuido durante el desayuno, segura de que en el hotel podrían encontrar una llave sustituta para ese día, puesto que al día siguiente ella, ya libre de aquel yugo emocional, la empujaría debajo de algún mueble e incluso fingiría encontrarla ganándose, además, el respeto de los empleados.

La noche llegó; sentada en un lado de la cama, con la luz apagada, las piernas juntas, el cuerpo en ángulo recto, la llave de la habitación en una mano sobre su falda y la otra sobre aquella, protegiendo su tesoro, parecía un maniquí, tan tiesa, con la mirada tan perdida, esperando a que todos, incluido su fraile, se hubieran dormido para merodear sin obstáculos. Se había puesto un traje precioso que había usado solo en otra ocasión, en una boda, con un pequeño sombrerito a juego que disimulaba su anhelante mirada bajo un vaporoso velo, y se había maquillado. Parecía ridículo, puesto que no esperaba que su fraile estuviera despierto y por lo tanto nadie iba a verla así vestida, pero había sentido la necesidad de vestirse para tan importante ocasión y, puesto que nada parecía tener explicación, ni siquiera se la buscó a esta excentricidad. Hacia las dos de la mañana el maniquí cobró vida. Se levantó silenciosamente y muy lentamente fue hasta la puerta, que entreabrió con sumo cuidado: no había nadie en aquel pasillo. Con la misma cautela, dirigió sus pasos hasta la escalera y bajó al piso inferior. Después, con el mismo extraordinario sigilo, llegó hasta la habitación del fraile, deslizando la llave que tenía en la mano tan suavemente que el vuelo de una mosca habría sonado más fuerte.

El fraile dormía sobre la cama. Nunca, ni en el más lujurioso de sus sueños, habría imaginado al fraile desnudo sobre el colchón, mostrando con insultante impudor un cuerpo absolutamente perfecto, tan perfecto como su rostro. Entonces Leonora se derrumbó y no supo cómo continuar pues, lejos de aumentar su fervor, sintió los calores subir por debajo de su vestido, esos mismos calores que sentía al despertar de sus fervorosos sueños. Extasiada y al mismo tiempo acorralada por su propio deseo, el calor era tan grande que sin querer, allí de pie, contemplando a su hermoso Manuel, se fue quitando la ropa con desprecio, como si la apartara de sí, como si le molestara, a zarpazos, hasta quedar completamente desnuda, allí, de pie junto a su hombre. Permaneció así un rato; parecía haber llamado al maniquí que antes había estado sentado en la cama esperando su momento, hasta que el fraile se movió y ella sintió que el corazón iba a saltar de su pecho para caer a los pies de su amado. Manuel se despertó, con esa enigmática sensación que dan las presencias, y la vio allí de pie, desnuda, con su gorrito sobre la cabeza y el velo cubriendo sus ojos, completamente paralizada. Entonces se levantó, fue hasta ella y con suavidad le quitó el sombrero y las trabas que sujetaban su cabello y después, rozando con una mano uno de sus pechos, la besó tiernamente en los labios.

Al año siguiente Manuel y Leonora tuvieron un hijo. Ya no volvieron a la iglesia, aunque a Leonora le habría gustado.

EL ARMA DEL CRIMEN

Todo comenzó con un pequeño tubo que Eduardo cortó y limpió a partir de un trozo de bambú que alguien había tirado al suelo. Con su pequeña navajita cortaúñas se entretuvo recortando uno de los lados en curva y después agregando dos agujeros, uno delante y otro detrás, con la idea de hacer un silbato. Lo fue probando mientras lo cortaba y, aunque no sonaba, pensó que quizá habría que esperar a que estuviera terminado para hacerlo sonar. De modo que continuó cortando, limpiando y tallando hasta que tuvo un pequeño silbato de bambú. Entonces se lo acercó a la boca y sopló, pero siguió sin escucharse nada. Tapó uno de los agujeros, después el otro, y siguió si escuchar nada. Lo miró y, a punto de tirarlo, dándolo por inútil, se dio cuenta de pronto de que había bastantes lagartos a su alrededor. Sorprendido, volvió a soplar por el silbato y contempló como a sus soplidos acudían más lagartos a su encuentro. Entonces se dio cuenta de que, aunque él no escuchaba nada, los lagartos sí debían de oír un pitido que les hacía acudir, atraídos quizá por la promesa de algún alimento, el sonido de un animal moribundo pidiendo socorro, el roce de un insecto que se agita en el suelo, puede que una cucaracha que se ha dado la vuelta por error y no puede retomar su posición, o atraídos quizá por una promesa de amor, el canto de una hembra en celo o una lucha entre hembras por el mismo macho, o cualquier otro sonido que por algún motivo atraía a aquellos animales. Sorprendido y divertido a la vez, Eduardo comenzó a soplar sin parar para comprobar hasta cuántos lagartos podían acudir a su llamada. Pronto aquel rincón del jardín se llenó de lagartos hasta tal punto que ya no se veía el suelo y Eduardo, atrapado repentinamente en un ataque de risa, continuaba soplando y soplando hasta que tropezó y cayó hacia atrás, rodeado como estaba de lagartos, tragándose por accidente su silbato. Y quizá el aire que intentaba aspirar mientras se tragaba el silbato continuara emitiendo aquel pitido porque, ya en el suelo, los lagartos comenzaron a entrar por su boca y él ya no podía hacer nada porque ya no podía respirar, a cada lagarto que entraba le faltaba más aire y, lo que es peor, no podía dejar de reír, porque su ataque de risa se había apoderado de su propio pánico.

Eduardo quedó muerto en el suelo entre el jardín y el asfalto. Al rato, de su boca comenzaron a salir lagartos. Uno  de ellos llevaba en la boca su pequeño silbato de bambú.

—Y aquí tenemos el arma del crimen —dijo el forense con una sonrisa al ver salir huyendo a toda velocidad a un lagarto de la laringe del cadáver durante la autopsia.

LO QUE SOLO UNO MISMO SABE

Había tanta gente en aquella sala del museo que parecía imposible que una única persona pudiera llenar todo el espacio de aquella manera. Pero él estaba allí y ella lo había visto nada más entrar, le había saludado y había huido de él como se huye del peligro, como se huye del inminente dolor.

Entonces, mientras miraba aquellos cuadros sin ver nada, únicamente siendo consciente de su presencia invadiéndolo todo, viendo su figura reflejada en cada cristal de cada cuadro, representada en cada pegote de óleo, en cada cartelito al pie de cada obra, en cada cordón impidiendo un acercamiento excesivo, en cada minúsculo e infinitesimal microorganismo flotando en el aire, mientras lo sentía cerca aun sin querer saber dónde estaba, él se le acercó por detrás y paseó un solo dedo suavemente por su cuello.

Esa sensación de ese dedo recorriendo su cuello tan suavemente, pequeño tacto marcando su presencia ante todas las cosas, fue tan intensa que se sintió desfallecer y cayó al suelo.

—Son tan… Tan bonitos —fingió al recuperar la consciencia.

Y a los demás les parecía imposible que alguien pudiera desmayarse al contemplar una obra de arte.

LA DECRECIENTE HISTORIA DE AMOR DEL SAXOFONISTA Y LA CANTANTE DE JAZZ

Envuelta en el ambiente cargado del bar, con sus horquillitas de mariposas de colores trabadas en su crespo cabello recogido, la cantante de jazz dejaba deslizar su voz sobre los hombros de los espectadores, detrás de sus espaldas, bajo sus asientos, subiendo por sus cabellos hasta las cortinas y bajando por los brazos para llegar hasta el borde de sus copas. El saxofonista la escuchaba extasiado, apoyado en su saxo; había veces en que no deseaba que acabara nunca y no era porque no tuviera ganas de tocar sino porque aquella voz rasgada y negra le abría el corazón en dos. Sin embargo ella, mientras cantaba, lo miraba con impaciencia, deseando acabar para escuchar el corretear de sus dedos por las llaves de su saxo, perdida entre sus notas que en lugar de deslizarse brincaban con fascinante armonía sobre la melodía que ella misma había sembrado antes sobre todas las superficies.

Puede que en algún momento él empezara a impacientarse por tocar para ella; quizá fue ella quien necesitara la mirada enamorada que él solo le lanzaba cuando cantaba, pero hubo un momento en el que los dos deseaban que el otro acabara para entrar, de modo que, en lugar de escuchar la música que antes tanto habían disfrutado, únicamente la repasaban como se repasan las hojas de un libro de estudio, rápida, superficial, someramente. Después el tiempo se encargó de que la impaciencia se convirtiera en irritación y entonces fue cuando empezaron a discutir y a reclamar más tiempo para sí mismos.

A veces, ya los dos separados actuando en bandas diferentes, se detenían y, sin escuchar las notas que sus nuevos compañeros derramaban al aire, se recordaban el uno al otro con tal melancolía que la intensidad de sus interpretaciones hacía llorar al público.

EL AMOR PROPIO

Por algún motivo él creyó que ella se sentía atraída por él y eso le hizo sentirse halagado. Pero ella, por algún motivo, tuvo desde el principio la sensación de que él se sentía atraído por ella y eso le hizo sentirse deseada y la empujó a sus brazos. Y finalmente ellos se enamoraron, en el fondo, de sí mismos.

EL PIANO (desde una frase de Isabel Castells)

Una vez más, las teclas desafinadas del piano no presagiaban nada bueno. Se levantó, bruscamente, lo que alertó al gato, que se acercó como si respondiera a una llamada, y ya estaba él abriendo la tapa para mirar en su interior cuando el gato dio un salto que hizo sonar con cuatro o cinco teclas las notas de una melodía accidental pero igualmente desafinada. Asomados los dos, el gato y él, desde el hueco, podían ver los martillos que salían de la parte de atrás de cada tecla hacia una, dos o tres cuerdas, dependiendo de su tesitura, y al otro lado las cuerdas, que bajaban hacia el suelo y se perdían en la oscuridad. De pronto el gato hizo un movimiento: había visto algo que los ojos de los gatos ven antes que los humanos, pues él no distinguía nada a partir de un punto; el gato se encaramó un poco más, asomando la cabeza completamente y las patas delanteras. Tal y como estaba colocado su cuerpo se había estirado tanto, desde el atril de la tapa hasta lo alto del piano, como se estira el elástico de los tirachinas, que se imaginó el estallido del gato si se soltara, arrugándose como un acordeón, como los gatos de cómic, y estaba tan distraído que de pronto el gato saltó dentro del piano y no supo reaccionar. Miró atónito hacia dentro donde solo veía una sombra y escuchó sus bufidos y otros gritos agudos que no parecían ser del mismo animal. Algunas cuerdas estallaron, dando su última nota estentórea, y la lucha continuó allí abajo, en una oscuridad que la perplejidad hacía imposible suplir con la imaginación. Por fin se hizo el silencio. Entonces el gato comenzó a saltar para subir sin encontrar apoyo suficiente. De pronto se le ocurrió ir a buscar una linterna; salió corriendo hacia la habitación y volvió inmediatamente con la linterna en la mano. La encendió, enfocó hacia dentro y entonces vio a su gato, ayudado por la luz, encaramarse entre las paredes del piano y subir, triunfante, para dar un último salto bajando por las teclas –algunas ya no sonaron– hasta el suelo y desapareciendo por la cocina con un ratón entre sus dientes.

LA LIBRERÍA CERRÓ POR NO PAGAR LA RENTA (desde una frase de Pedro Azcárraga)

La librería cerró por no pagar La renta había subido demasiado para lo mucho que había bajado la venta en la librería, lo que finalmente terminó con Ella siempre había sido una mujer emprendedora y adelantada a su tiempo, pero aquel día sintió que había caído bastante Bajo la tenue luz de las velas, justo antes de dar el último soplido que apagaría su sueño para siempre, echó un vistazo a sus estantes vacíos, a su mostrador rayado, a su suelo ennegrecido con el paso de Los años le habían dado un prestigio que ahora, en apenas unos meses, se había esfumado como El humo de su cigarrillo se extendía por el aire de la librería vacía como si le sobrara el espacio, diluyéndose a gran velocidad, deshaciéndose de su propia inexistente densidad y dejando únicamente en el aire un inconfundible aroma que ya no Necesitaba disimular la pena que escapaba de aquel enorme vacío para llenarla a ella, invadiéndola, dejándola indefensa ante un futuro incierto del que no sabía cómo Salir de pronto se hizo necesario, había allí tanto vacío que faltaba aire y entonces abrió la puerta y salió corriendo de La librería cerró por no pagar la renta.

EL ARREPENTIMIENTO ESTÉRIL (desde una frase de Raquel Fernández)

Nunca pensé que esto acabaría así. Por eso quizá no había tenido tiempo de preparar la reacción correcta y me enfurecí. Y eso empeoró aún más la situación porque justo cuando los policías entraron a detenerme yo destruía el local, sobrecargado de adrenalina, furioso, lanzando con rabia platos, vasos, copas que se estrellaban contra el suelo y disparaban sus pequeños trocitos de cristal contra las paredes y los muebles. Los agentes de policía agacharon las cabezas y se cubrieron con sus gorras; yo les vi entrar, pero en ese momento ya sabía que eran ellos y, lejos de detenerme, comencé a arrancar el marco de la barra, a partir las banquetas, lanzando los trozos de madera contra ellos, que intentaban avanzar entre los objetos como se avanza en el bosque durante una tormenta de granizo. De ningún modo permitiría que quedara algo para los demás; no se aprovecharían de mí. Uno de los policías echó mano de su transmisor de radio y pidió ayuda. Mientras, entre los dos intentaban sujetarme los brazos para colocarme las esposas. Y aún me agitaba entre ellos como un pez en una cesta cuando me llevaron hasta el coche y me obligaron a entrar.

Aquella noche, en el calabozo, estar allí solo por alguna extraña razón fue precisamente lo que me ayudó a olvidarme de mí mismo para ponerme en el lugar de ellos. Solo tendría que haberles prestado un poco de atención, haber intentado comprender su punto de vista, y quizá no habría tenido que acabar así. Pero ya era tarde para solucionarlo: yo estaba en la cárcel y ellos ya no querían negociar conmigo, sino perderme de vista.

EL REFLEJO (desde una frase de Raúl Llanos)

Al salir del vagón no pude evitar girar la cabeza para volver a mirarla. En lugar de verla, el cristal de la ventana me devolvió el reflejo de mí mismo. Me miré, como me suelo mirar en los espejos, casi posando, allí reflejado, y me vi a mí mismo tirarle un último beso.

Cuando el tren arrancó, el cambio de luz me dejó ver el interior del vagón. Ella había desaparecido –caminaba, de hecho, buscando otro asiento, por el vagón de cola– y, en su lugar, un hombre con bigote me decía con un sorprendente gesto de coquetería adiós con una mano mientras me tiraba un beso con la otra.

EL SENTIDO DEL AMOR (desde una frase de León Tolstoi)

Estaba casi dormido cuando le distrajo el ruido de la puerta que se abría y de unos pasos en la antesala. ¿Quién sería a esas horas? Luchó durante unos segundos entre olvidar lo que acababa de escuchar y volver a dormirse o levantarse; después pensó que sin duda tendría que hacer esto último, dado que era el único habitante en la casa con capacidad para recibir a las visitas. De hecho, sin apenas moverse, esperó a que Boris le avisara, pues si el intempestivo visitante había entrado debía de ser por haber insistido, ya que en caso contrario Boris le habría persuadido de la situación y emplazado para otro momento mejor. Pasó un rato, no sabría decir si cinco minutos o quince, en el que oyó los susurros de una voz grave luchar contra el volumen cuchicheando una larga conversación que no parecía terminar nunca. Finalmente se hizo un silencio. Aún esperaba que Boris apareciera, pero no lo hizo, de modo que finalmente decidió levantarse y comprobar qué estaba sucediendo, entre intrigado e irritado.

Nada más abrir la puerta encontró a Boris, quien le bloqueó el paso comenzando, entre tartamudeos, a explicarle la situación. Al parecer Ana, la esposa de su vecino, había irrumpido en la casa afirmando tener una relación secreta con el señor y, amenazando con gritar, había sido invitada irremediablemente a entrar. Desde ese instante tanto Boris como Lucía, el ama de llaves, habían estado intentando razonar con ella sin éxito. En aquel momento permanecía en la biblioteca en espera del señor. Boris había subido sin saber bien qué hacer, porque su deber era no molestar al señor con tonterías como aquella pero habían agotado todas las vías y no habían logrado solucionar el problema.

Roland entró en la biblioteca y cerró la puerta tras de sí. Boris y Lucía corrieron cuidadosamente hacia la puerta. Solo se oyó el arrastrar de la tela del vestido de Lucía por el suelo. Después, el más absoluto silencio. Lucía y Boris, aguzando el oído, únicamente utilizando ese sentido y despreciando los demás, se miraban sin verse. Pasó un rato, quizá quince minutos esta vez, sin que oyeran nada. Los oídos, agotados, se relajaron, y en ese momento Lucía y Boris se miraron de verdad, como si se vieran por primera vez, allí de frente, apoyados en la puerta tras la que no se escuchaba absolutamente nada. Y entonces Boris besó a Lucía y, cerrando los ojos, los dos se dejaron llevar por un nuevo sentido y sintieron la suavidad del calor de sus bocas. “Sabes a fresa”, le dijo Boris muy suave como si quisiera jugar a los cinco sentidos. “Y tú hueles a sexo”, le susurró Lucía, cómplice.

Al otro lado de la puerta Roland y Ana también jugaban.

LA ERÓTICA DEL FUTURO (desde una frase Charles Dickens)

Llegaban ya a la última calle de la ciudad. Ya no quedaban calles ni casas, solo el campo y el horizonte.

–¿Podría parar, por favor?
–¿Aquí?
–Sí. Aquí.

El taxi se detuvo; Denis pagó y salieron. El coche arrancó y lo vieron alejarse agarrados de la mano, casi con ganas de decir adiós. En la noche, la calle era gris, oscura; una leve neblina cubría el cielo y hacía que todo pareciera estar borroso, impidiendo distinguir las formas con exactitud, lo que daba al paisaje un tono de melancolía. Encaramado en lo alto de una vieja tapia cubierta de musgo, un gato caminaba lentamente rumbo hacia ninguna parte, olisqueando con suavidad su entorno, vigilante, alerta ante un posible enemigo contra el que defenderse o del que alimentarse. El paso del gato sobre la tapia, de derecha a izquierda, fue muy lento, casi como si la imagen se hubiera ralentizado, de modo que Denis y Lue, agarrados de la mano, frente a la tapia, pudieron observar lentamente esa forma tan delicada que tienen los gatos de desplazarse cuando lo hacen lentamente, agachados, casi arrastrándose, con movimientos curvilíneos, muy suave, tan lentamente que hubo un instante en el que los tres –incluido el gato– se permitieron la licencia de no pensar absolutamente en nada.

Con solo apretar un poco la mano de Lue, Denis inició el movimiento. Echaron a andar hacia la tapia; cerca de uno de los árboles tras los que había desaparecido el gato un momento antes había un agujero por el que entraron. Al otro lado no había nada, apenas un descampado con algunas piedras y muchos hierbajos.

Y allí, detrás de la tapia que cercaba el terreno que acababan de comprar, en el suelo, entre las piedras, Denis y Lue se amaron hasta el amanecer.

EL HOMBRE DEL MAPA (desde una frase de Conan Doyle)

Mire este mapa. Es torpe y carece de detalles, pero esa marca cerca de la esquina inferior –señaló la esquina con el dedo– es la que me interesa mostrarle. ¿Qué diría usted que significa esa marca?
–No sé, señor. Quizá quien dibujó este mapa estaba comiendo y manchó el papel con grasa.
–No, no, no, no, no. Esto es una marca. Quien quiera que hiciera este mapa quería marcar este punto. Y eso es lo que me dice que hay algo ahí metido. ¿Un tesoro quizá? Me encantaría saberlo, pero ni siquiera veo bien cuando me peino, menos aún para ir hasta ese lugar. ¿A usted le interesaría?
–Quizá.
–Escuche: hagamos un trato. Yo le doy este mapa, usted va allí y lo que encuentre en esa marca lo repartimos a partes iguales.
–No parece un mal trato –respondió, y en sus ojos despertó de pronto una mueca de avaricia–. Acepto. Venga ese mapa.
–La cuestión es cómo entregarle a usted este mapa y estar seguro de que cuando encuentre el tesoro volverá para darme la mitad –saltó de pronto el hombre del mapa–. Compréndalo, apenas nos conocemos.
–Claro, claro, lo comprendo.
–Quizá si usted me da también algo valioso a mí los dos estaríamos en igualdad de condiciones.
–¿Por ejemplo?
–Ese reloj parece de oro.
–Efectivamente, es de oro. ¿Pero qué ocurrirá si bajo esa marca no hay ningún tesoro? Usted puede apropiarse de mi reloj y desaparecer. Compréndalo –repitió con cierta ironía–, apenas nos conocemos.
–Cierto –Y en su gesto se adivinaba el desencanto–. Quizá podamos encontrar una solución válida para los dos. Ni siquiera el reloj es una buena solución, puede que el tesoro que usted encuentre sea más valioso. En fin, pensaré en algo.

El hombre del mapa se giró y salió. El otro hombre lo miró salir. Los dos tenían la misma sonrisa ladeada, astuta, socarrona.

EL PICHÓN DE ORO (desde una frase de Bulwer Lytton)

Ione depositó una bolsa a los pies de la bruja. Ella lo miró y después miró la bolsa. La lógica llevaría al lector a suponer que la bruja abriría la bolsa, pero la bruja no solo no la abrió sino que se giró y salió, dejando a Ione allí clavado, sin saber qué hacer. Hizo amago de agacharse a recogerla, incluso alargó la mano, pero no llegó a hacer nada. Los enanos lo miraban y reían, aunque por otra parte ellos siempre estaban mirando a todos y riéndose. Pensaba ya en marcharse, incluso comenzó a girar para darse la vuelta, cuando la bruja volvió con una sartén en la mano y, agarrando la bolsa bruscamente con la otra, se giró y volvió a desaparecer tras la cortina. Aunque sabía que su labor había terminado, por algún motivo se hallaba clavado en el suelo y no tenía voluntad para marcharse. “¡Vamos, vete!”, escuchó gritar desde el otro lado a la bruja entre ruidos de golpes contra el suelo. Pero a pesar de aquellos gritos, de saberse en el lugar equivocado, de conocer los poderes de la bruja y de que los enanos habían dejado de reírse para mirarlo con una extraña fascinación, no se sintió capaz de dar un solo paso. Al rato cesaron los golpes. Ione seguía en la misma postura, frente a una bolsa ausente, mirando hacia la cortina. Se hizo un inquietante silencio. Dos de los enanos salieron corriendo, gritando como si hubieran visto un horrible animal; los demás contemplaban la escena embelesados. Ione se quedó mirando fijamente hacia la cortina.

Tras unos minutos en los que nada ocurrió, por fin la bruja apareció tras la cortina. Era tan fea que no podía saberse si estaba enfadada o alegre, de modo que nadie cambió el gesto o la postura esperando a que dijera algo. Llevaba un pichón en la mano derecha y en la izquierda un afilado cuchillo. “¿Qué mierda me has traído?”, gritó a Ione de pronto. Ione la miró y después miró al pichón. “Un pichón de oro”, dijo. La bruja miró al pichón y comenzó a reír a carcajadas. Ione se acercó lentamente al pichón y lo rozó con el dedo. De su ano brotó, deslizándose, un huevo que cayó al suelo. Era un huevo de oro.

“¡Mierda, pero si lo acabo de matar a golpes!”, gritó la bruja soltando al pichón para agacharse a recoger el huevo de oro. Antes de llegar al suelo el pichón despertó, se sacudió evitando la caída y huyó revoloteando por la ventana. Ione sonreía.

EL NEGOCIADOR (desde una frase de Cervantes)

Con sus amigos negociaba en la calle. Con su mujer, en la cama. Así había sido siempre. El día que su mujer falleció sus cimientos se tambalearon. Poco después comenzó a discutir con sus amigos en la calle, donde discuten los violentos; después negoció en la calle, pero no con sus amigos sino con mujeres en las que jamás se habría fijado si hubiera tenido con quién negociar en la cama; comenzó a confundir la cama con la calle y la calle con la cama y, finalmente, ebrio, indiferente y exhausto, no pudo negociar sus deudas en la cama y acabó durmiendo en la calle.

CAMBIO DE MATIZ (desde una frase de Jonathan Swift)

Me subí a una altura y, mirando hacia el mar en todas direcciones, me pareció ver una pequeña isla al Nordeste. De modo que aquel pequeño islote no era la única tierra que había por allí, pensé. Y decidí armar una balsa que me llevara hasta aquella isla, por si fuese mayor que mi improvisado hogar. Mi imaginación comenzó a trabajar sin mi permiso imaginando frutas exóticas, animales comestibles –monos, jabalíes, aves- y otras exquisiteces que quizá encontraría en lugar de mi único alimento en los últimos meses: peces que los primeros días pude asar y que después, falto de gas y de fuerzas, acabé devorando crudos cuando apenas acababan de arrojar su último estertor.

Después de tres días de duro trabajo logré terminar una balsa aceptable que me permitiría flotar hasta aquella isla. Cuando a duras penas llegué hasta la playa y logré empujar la balsa hacia el agua miré de nuevo hacia allí y no vi nada. “Qué diablos, pensé, seguramente no la veo porque estoy en la playa” y me lancé al agua.

No sospeché que podía ser una isla demasiado pequeña; no mantuve la prudencia de lo malo conocido; no pensé que pudiera ser peor. Mi imaginación siempre se inclina a mi favor. De modo que ahora estoy aquí, donde no hay peces y por supuesto tampoco frutas exóticas ni animales de ningún tipo, salvo insectos. Y ahora mismo no veo mi islote y no recuerdo exactamente en qué dirección estaba, por lo que me resulta demasiado arriesgado volver. De pronto toda la prudencia de la que carecí cuando vine hacia aquí ha invadido mis pensamientos. Llevo tres días comiendo escarabajos; los dos primeros los pasé vomitándolos, pero parece que el tercer día mi cuerpo por fin ha decidido nutrirse de ellos. Quizá consiga seguir vivo hasta que por casualidad alguien pase por aquí de camino hacia el infierno.

EL ÁRBOL INSEMINADOR

Fue en invierno. Por algún motivo de esos que llamamos inexplicables los jovencitos comenzaron a frecuentar el Prado Negro y, tras el gran roble que presidía aquel oscuro prado, llamado así por el anómalo tono oscuro de sus hierbas, que resaltaba entre los otros prados de espigas y margaritas, convirtieron sus primeras masturbaciones en una tradición. Acudían a cualquier hora, pero sobre todo al atardecer; a veces tenían que esperar a que otros adolescentes abandonaran el árbol, como quien espera turno en el médico, mientras charloteaban y fanfarroneaban sobre cualquier habilidad, especialmente las relacionadas con las muchachitas a las que creían enamorar con una sola de sus ingeniosas frases. El roble recibió aquel extraordinario riego seminal y lo absorbió a través de su reblandecida corteza durante años.

Años después nació la pequeña Lorie. Nada más nacer, de su espalda, entre sus vértebras, afloraban unos extraños bulbos que los doctores no supieron evaluar. Era la primera vez que veían algo así. La niña no se quejaba; al no haber dolor, los doctores decidieron esperar antes de someterla, tan pequeñita, a una intervención quirúrgica. Los bulbos comenzaron a crecer; un buen día se abrieron y aparecieron unas verdes yemas de las que comenzaron a brotar verdes hojas. La comunidad científica, al igual que los familiares, observaron perplejos el fenómeno: un precioso robledo crecía a lo largo de su columna.

Nadie recordó que Lorie fue concebida una noche bajo aquel roble del Prado Negro, recostada contra su tronco. Así, a través de la piel, entrando por sus poros, penetrando hasta su óvulo recién fertilizado, el roble impregnó a su madre con su resina fecundadora, al igual que él había sido impregnado tantas veces, resentido, enojado y agraviado, cruel vengador de su inadvertido sufrimiento.